Dos alcohólicos conversan en un tranvía en Alemania (ambos con un pie en la tumba y botella de aguardiente en mano): A: ¡Pues todos los refugiados son mis amigos y quien tenga algo contra ellos tendrá que vérselas conmigo!. B: Sí, todos los desconocidos son mis amigos, lo mismo digo yo. A: Mis respetos por esos hombres que protegen a sus familias, especialmente en esas circunstancias. B (desconfiado): Pero cómo sabes que no son islamistas, que no van a agarrar y plantar una bomba en tu auto y matar a inocentes. A: Cuál auto. B: Da igual. Pero cómo sabes que no te van a meter una bomba y matarte bien muerto. Si solo tenemos un cuerpo, un cuerpo, el nuestro propio, y cuando se va, se va. Y no hay nada que nos lo devuelva.

Así iban, dos amigos unidos por una misma pasión, departiendo sobre política, vida y muerte. Yo espiaba sus palabras para reconciliarme con estas gentes entre las que vivo cada vez más sola. Sus voces de borrachos y fumadores me habían distraído de la lectura del periódico que anunciaba una “escalada exorbitante de violencia xenófoba en Alemania”: disminuye el número de refugiados, los ataques a los refugios se multiplican. En 2016 ya se cuentan 665 delitos de este tipo. En 2015 se registraron 1.031 ataques (cinco veces más que en 2014) cuyo objetivo era destruir los hogares provisionales de refugiados e incluso atentar contra sus vidas. La violencia de la extrema derecha alcanza niveles inquietantes, afirman las autoridades: en 2015 se registraron 23.000 delitos con trasfondo ultranacionalista, un preocupante 35% más que en 2014… En este punto me salvaron los borrachines.

Y sin embargo, tal violencia no existe solamente en la tinta de los periódicos ni en la histeria de los chismorreos de las redes sociales. Camine usted un día cualquiera por las calles de cualquier ciudad o pueblo de la ex Alemania Oriental. Verá pulular a esas gentes atadas por una cadena histórica y atroz de nazismo, comunismo al estilo soviético y el desgarramiento tras la caída del muro. Verá esas almas que no creen en la magia ni los milagros, los sueños o las ficciones, esclavos de la materia, del dinero acumulado en jubilaciones, seguros, ahorros. Verá seres entrenados para la obediencia ciega en quienes tras la Reunificación se inoculó sádicamente el sueño dorado del éxito y el poder. Recibieron el embate del bloque capitalista sin defensas. No sabían desobedecer, ser individuos, no los educaron para tener iniciativa, para el humor, para no convertirse en esclavos sumisos y frustrados del sistema. Los lanzaron a patadas a un mundo donde estaban destinados a fracasar. Les robaron el alma y convencidos de ser solo materia se valoran por el monto de sus ingresos. Los condenaron a ser observadores rencorosos del bienestar material de ricos y famosos. Una sociedad donde desempleados y explotados han dejado de sentirse “perdedores” para transformarse en “víctimas” sedientas de venganza. Partidos y grupos anticonstitucionales o tolerados a pesar de ser abiertamente xenófobos (NPD, AfD, Pegida, et. al.) les imponen un chivo expiatorio. Ellos copian como alumnos aplicados.

Hace un par de meses leía yo a Schiller y Goethe en su fase Clasicismo de Weimar, esa exaltación de los valores humanistas rayando en la cursilería, cuando desde la ventana de la Biblioteca Nacional Alemana descubrí un grupo que ladraba consignas contra las carpas que constituyen el albergue de refugiados erigido al apuro frente al majestuoso edificio de la biblioteca más importante de Alemania. Proclamaban la defensa de la cultura alemana. Se me ocurrió entonces una idea de esas que se concretan en una risotada: la Biblioteca Nacional tendría que colgar un banner frente a su edificio: ¿Quiere proteger la cultura alemana? Aquí conservamos el testimonio literario de la tradición cultural de nuestra nación. Nuestras puertas están abiertas para todos”.

¿Pero quiénes son esos ultranacionalistas que engordan las cifras de violencia xenófoba en Alemania? Algunos medios compilan para la clase media educada las opiniones que circulan en los foros donde se encuentran los xenófobos para vomitar odio contra periodistas, políticos, migrantes inocentes y culpables. Una lectura siniestra, les advierto. Aterradoras sus ideas, su ortografía y su ignorancia. Pero debo confesar que soy demasiado curiosa como para contentarme con información de segunda mano. Me gusta ser testigo: siempre fui una metiche profesional. Empecé a frecuentar barrios donde la gente “educada” no pondría un pie y donde justamente se alberga a los refugiados.

Les robaron el alma y convencidos de ser solo materia se valoran por el monto de sus ingresos. Los condenaron a ser observadores rencorosos del bienestar material de ricos y famosos. Una sociedad donde desempleados y explotados han dejado de sentirse “perdedores” para transformarse en “víctimas” sedientas de venganza.

Insultos, gargajos y esvásticas voladoras, tatuajes y ropajes con mensajes ultranacionalistas. Vi más de lo que hubiera querido. Y un día ejemplar de verano, sol radiante, viento hinchado de tormenta, me encontré cara a cara con la noticia: un grupo de jóvenes extranjeros (hablaban árabe entre ellos) disfrutaba el sol a orillas del lago. Uno de ellos se pasó la mañana acosando a mujeres y niños, hasta que un grupo de familias rusas llamó a la Policía que estaba ocupada lidiando con una manifestación de neonazis. Los rusos prefirieron agarrar su picnic y largarse, porque a pesar de sus tremendos músculos, me explicaron que si vivían en Alemania era porque creían en la resolución pacífica de conflictos y confiaban en el sistema. Pero yo, sin músculos, me negaba a irme y seguía llamando a la Policía sin perder de vista al pervertido.

Fue cuando sentí unas palmadas en el hombro, era una pareja de alemanes: ¿Sabes qué?, me dijo la mujer, ¿sabes qué es lo que necesitamos para solucionar este problema? Auschwitz. Buchenwald… ¿qué más, cariño?, preguntó a su novio. No me acuerdo, respondió él. Auschwitz sería suficiente, afirmó con autoridad de erudito.

Uno nunca sabe cómo reaccionará en esos momentos. Uno quisiera ser héroe, Prometeo trayendo luz a las tinieblas. Petrificada repetí no, no, no hasta que estalló la tormenta y todos salimos corriendo: los nazis, el pervertido, sus amigos y yo, a refugiarnos de la tormenta todos bajo el mismo árbol. (O)