El estudio que hizo un diario de la ciudad sobre la situación de las mujeres que conducen vehículos motorizados detona esta columna. Los resultados dicen que de cada diez accidentes de tránsito solo uno lo produce una mujer conductora. Y las explicaciones son bastantes simples: “somos más cuidadosas, respetamos las reglas, no nos interesa la velocidad”. Hay de todo esto, pero debe de haber mucho más.

Recuerdo que una vez una amiga que hacía alguna clase de investigación me preguntó: “¿qué es aquello que haces con más espontaneidad y gusto?”, y respondí: “manejar un carro”. Naturalmente eran otros tiempos respecto de la realidad del tránsito en Guayaquil. Hoy, cada vez que encuentro una calle poco transitada me vienen como flechazos a la memoria, los años cuando esa respuesta era comprensible y decía algo sobre mí que ahora racionalizo como la sensación de independencia que siempre me proporcionó conducir un carro. Prescindir del transporte público para una universitaria de los setenta representaba un privilegio que me hacía salir (jamás entrar porque siempre fui puntual) a cualquier hora de la casa educativa, que me permitía las acciones libres del “después de clases” y que cultivaba el grupo de amigas para las cuales yo hacía un “recorrido” especial.

Esta sensación de libertad es uno de los buenos recuerdos de esos años. Con relativa seguridad, unas pocas compañeras nos desplazábamos a ritmo propio. Y sigo conduciendo un automóvil hasta los días actuales, cuando el panorama es completamente distinto y retardo el momento de abandonar el volante, precisamente para no perder la venturosa sensación de irme de cualquier sitio cuando yo quiera.

Solo he tenido tres accidentes durante mi vida. El primero por mi culpa porque era tan primeriza que tropecé a un taxi que se detuvo de pronto (en teoría la culpa era de él) sin advertir de que los taxistas lo hacen habitualmente. Los otros por responsabilidad de segundos. El último, también de juventud, tuvo un cariz característico: se me echó encima un vehículo por saltarse un Pare, en pleno centro de la ciudad y en calle muy señalizada; cuando llegó el vigilante de tránsito al primer vistazo dictaminó: “tenía que ser una mujer, yo no les daría licencia a las mujeres”, pese a la elocuente evidencia, por la posición de los vehículos, de la responsabilidad del trasnochador responsable.

Cada persona que conduce tiene su historia y su estilo. Usa la máquina como necesidad, como medio de escape, como entretenimiento, como lucimiento de su escala social y poder. En tiempos en que la democratización consistía en agrandar la extensión de la clase media para que esta pudiera adquirir los productos que alivien los rigores de la vida, la posesión del coche utilitario se convirtió en el sueño de cualquier empleado; los padres lo regalaban a los hijos precisamente como premio a la coronación del bachillerato y el arribo a la mayoría de edad. Y las mujeres tomaron el volante sin vacilaciones, como uno más de los peldaños de la emancipación.

Si hemos conseguido convertirnos en choferes produciendo menos accidentes y este resultado responde a características de personalidad femenina, bendito sea. Casi siempre la velocidad es práctica de los atrasados, el insulto al vecino de la agresividad, el maltrato al coche, del desconocimiento mecánico. Superados los escollos, conducir en Guayaquil puede ser un arte. (O)