En el transcurso de esta semana, se celebró en Filadelfia la convención del partido Demócrata que proclamó a Hillary Clinton, con mérito propio, como la primera mujer en ser nominada en la carrera presidencial de los Estados Unidos; en medio de la euforia y de la tensión propia de un acontecimiento de ese tipo, se dio a conocer la filtración de casi veinte mil correos electrónicos que revelaban que la dirigencia del partido hizo todo lo posible por sabotear la candidatura del otro candidato demócrata, específicamente Bernie Sanders.

La divulgación de tales correos electrónicos puso en una embarazosa situación a la presidenta del partido Demócrata, la cual inclusive presentó su renuncia antes del inicio de la convención, todo lo cual originó una serie de conjeturas respecto de las personas que estuvieron atrás de la filtración, así como de los oscuros intereses en torno a la misma. No hubo que esperar demasiado pues al día siguiente y desde la Embajada del Ecuador en Londres, Julian Assange confirmó a CNN que WikiLeaks era la responsable de la filtración de los correos electrónicos y que inclusive tenía información confidencial adicional, la cual con toda seguridad afectaría a Hillary Clinton. De esa manera y más allá de cualquier conjetura al respecto, resultaba evidente que Assange se involucraba en la campaña electoral de los Estados Unidos, tratando de perjudicar esencialmente a la candidata del partido Demócrata, toda vez que para el hacker australiano, Clinton tiene una responsabilidad directa en la arremetida judicial que se inició en su contra, luego de la divulgación que se hizo meses atrás de miles de cables diplomáticos durante su ejercicio como secretaria de Estado.

En otras palabras, Assange no quiere que gane Hillary Clinton, lo cual lo convierte en servidor (consciente o no) de los intereses de Donald Trump, candidato del partido Republicano. De hecho, esa situación no tuviese nada de especial si no fuese por la circunstancia excepcional de que Assange se encuentra asilado en nuestra Embajada en Londres, es decir que goza de un estatus especial concedido gracias a la benevolencia del Gobierno ecuatoriano, lo que a su vez debería obligar a Assange a guardar cierta consideración y prudencia no solo por la naturaleza legal de su asilo y su referencia con normas del derecho internacional, sino principalmente porque debería tener la elemental percepción de que sus actos y dichos constituyen, por decir lo menos, un embarazo para el Gobierno ecuatoriano, el cual hace algún tiempo debió haberlo puesto en su sitio. A no ser que para el actual régimen, simplemente el asunto no sea para mayores.

O quizás sea mejor dejar a un lado la reveladora imprudencia de Assange y el desatinado silencio de quienes deberían recordarle su condición de asilado y pararle bola, más bien, a la nueva compañera de Assange, una gata que le fue regalada hace poco para alegrarlo en sus momentos de tensión y soledad. Resulta tan tierno el episodio que sí, quizás tiene razón el canciller al no reclamarle nada a Assange, y más bien de ayudarlo a que se entretenga buscándole un nombre a la gata. Qué divertido todo esto. (O)