La Justicia, es decir, la aplicación de las normas de todo tipo por parte de los jueces, sigue siendo motivo de cuestionamiento diario por parte de quienes tienen que acudir a los recintos judiciales en ejercicio de su profesión o como litigantes o como interesados en cualquier trámite, a tal punto que hace poco oí una afirmación sorprendente y desesperada, proveniente, según colijo, de una gran impotencia o frustración, algo así como que se debería otorgar una amnistía general a todos los procesados por delitos contra el Estado o contra la administración pública para recomenzar de cero, designando nuevos jueces y magistrados, pero verdaderos jueces y magistrados que no tengan nada que ver ni respondan directa o indirectamente a ningún otro funcionario del Estado, ni al presidente de la República ni a los miembros del Consejo de la Judicatura ni a los asambleístas ni a nadie. Porque según el criterio escuchado, la Función Judicial se corrompió desde que un Gobierno quiso –y los demás lo siguieron– tener a las Cortes al servicio suyo como dúctil instrumento para perseguir a sus adversarios o para defenderse de ellos. Y la única manera profunda de depurarla sería a través de su sugerencia.

El Consejo de la Judicatura sigue diciendo que la justicia funciona –es una práctica diaria según su eslogan– pero lo malo no es que lo digan, tienen que decirlo, sino que luzcan convencidos de que están diciendo la verdad, lo cual es grave porque significa que no hay esperanza de que en realidad la justicia opere como debería ser porque sus jerarcas tienen la certeza de que todo marcha bien.

Lo que el país sabe es que los despachos judiciales se han adecentado, que hay edificios nuevos con mobiliario moderno, que se ha introducido la informática aplicando técnicas actualizadas junto a la oralidad, todo lo cual está bien, pero en cambio no es posible llegar con facilidad a los bisoños jueces poco conocidos, ni acceder físicamente a un proceso, ni recibir copias de las peticiones para saber su contenido sino solo de las respectivas providencias; sin dejar de lado que los peritos irrespetan la tabla de aranceles ante la mirada impasible del juez conforme lo han denunciado algunos lectores a través de cartas a este Diario.

Tampoco la justicia debe estar, como se percibe sin mayor esfuerzo, al servicio del poder porque se distorsiona de manera alarmante el Estado de Derecho. Basta ver lo que ha pasado y sigue pasando en Venezuela y lo que ocurrió hasta hace menos de un año en Argentina, países donde los niveles de corrupción llegaron a cotas insospechadas, en gran medida por tener una justicia complaciente, por no decir subordinada, con los regímenes responsables del descalabro de esos países.

No creo que en el Ecuador suceda algo exactamente igual a lo ocurrido en Venezuela o Argentina, pero me gustaría conocer a alguien que litigue contra el Estado o contra el más alto círculo gubernamental, que tenga la esperanza de ganar su caso. Además, la figura del error inexcusable le ha hecho daño a la justicia, no por la deontología de la norma sino por su discrecionalidad. Lo dicen también organismos internacionales ajenos a la política doméstica.

La Justicia sigue causando insomnios a inocentes y culpables.(O)