Tiene manglares y olor salobre, un río que a ratos navega al revés, retrocede con su carga de lechuguines donde anidan flores de color malva y a veces lleva enredada alguna serpiente y otras avanza en busca del océano.

Me gustan sus zonas con modernos edificios donde la gente camina apurada y las mujeres se bambolean sobre zapatos con tacos de vértigo y los sectores polvorientos con casas de caña, niños descalzos y mercados populares donde se puede encontrar de todo.

Me gustan sus barrios donde todos se conocen, juegan pelota en las calles y cartas en las veredas. Me gusta el olor a maduro asado, a la carne en palito y a los choclos hervidos que se encuentran en cualquier esquina y los comedores populares del suburbio en la noche encendida de mil colores, aunque no sea Navidad.

Me gustan los mangos en algunas calles y los pórticos de las casas que dan sombra a las veredas.

Me gustan el malecón del Salado, sus iguanas, sus garzas recién venidas, sus veraneras florecidas y el perfume de las kanangas al amanecer, los estudiantes enamorados acurrucados en sus bancos y el bullicio de los pájaros al atardecer.

Pero lo que más me gusta es su gente, su hablar apresurado como bailado, y las mil maneras que encuentran para ganar la vida. Los vendedores de barquillos y churros, los que ofrecen jugo de guanábana o limón, agua de boldo para toda ocasión.

Las barras del Barcelona que desfilan con bombos y platillos y las de Emelec que cantan con afán.

Me gustan sus fiestas y los vestidos de sus gentes, los niños con globos y guayaberas y las niñas vestidas de celeste y blanco y diademas en sus cabellos.

Me asombra el taxista desconocido que al no tener cambio de 10 dólares con el que quería pagar mi deuda de 3, me devuelve el dinero y me dice todo sea por Guayaquil, el día que se inauguró el hermoso monumento de Guayas y Quil. Me sorprende que comente cómo los niños y jóvenes con capacidades especiales presentan obras de teatro y baile.

Me gusta la cantata que un ecuatoriano de la Sierra compuso en su honor y me encantaron los rostros de múltiples orígenes que con pasión la cantaron.

Me encanta que la familia Pastor, mis vecinos de la Ferroviaria, barrio en que vivo, ofrezcan todos los años, el sábado anterior al aniversario de la fecha de fundación, el festival de la calle 8 con bocaditos, bailes, música y humor, con orden, limpieza y amabilidad para agradecer a la ciudad que acogió a sus padres y abuelos y se ha convertido en su casa y la de todos.

Me gustan sus fuentes de agua y algunos de sus parques, sus puentes con murales, el cerro Santa Ana, sus escalinatas y sus colores, el cementerio con suches florecidos y los ancianos sentados en los malls alrededor de un cafecito que puede durar horas mientras comentan de política, fútbol y los desvaríos de la juventud actual…

Me gustan el calor de Guayaquil, la exuberancia de sus plantas, los grillos y la lluvia. Me gustan su sol y sus nubes, su viento y sus palmeras. Me gusta la ciudad que abraza a todo el que a ella viene, mientras se deja acariciar por sus ríos y sus estuarios. (O)