No conozco a nadie que deje de estimar los sonidos armoniosos, que no detenga su camino y escuche, que no deponga la distracción y oriente el oído hacia las voces que entonan canciones frente a él. Parecería que los seres humanos tenemos una disposición especial para apreciar la armonía (a veces, intencionalmente, desarmonías) que brotan de las gargantas de los demás.

¿Cómo se da cuenta un niño que tiene vocación y dotes para el canto?, me he preguntado frente al florilegio de chiquillos que el Museo de la Música Popular Julio Jaramillo nos permitió admirar el sábado 16 de julio, en una velada extraordinaria que dedicáramos a la memoria del gran ícono del Guayas, presente para siempre en los anales de la música y la literatura ecuatorianas.

Escuchar a esos Denise, Emily, Washington que se forman como cantores de la música popular, especialmente en el pasillo, bajo la dirección vivaz y profesional de doña Fresia Saavedra abre un paréntesis a la psiquis donde se baten emociones y recuerdos. ¿Qué será de estos valores?, ¿en dónde desembocarán sus talentos, sus gracias, sus vocaciones?, me acuciaba la mente mirando a esas criaturas distintas. ¿Acaso este país tiene espacios y oportunidades para ellos, para que vivan de su arte en el futuro?

Creo que al mismo tiempo que se educan en un lugar tan meritorio como la Escuela Municipal de Música, la comunidad requiere formación de escuchas. ¿Quién va a abrir los oídos de la juventud hacia esa clase de música? ¿Quién los llevará de la mano por el amplio pentagrama de lo vernacular para que se produzca la secreta y profunda conexión entre lo popular y lo propio? Yo recuerdo los tiempos en que un currículo de secundaria tenía una materia que se llamaba Educación Musical y en la que desfilaban en su contenido desde las notas hasta los grandes autores; como autoridad de colegio llevé a Enrique Males, a Schubert Ganchoso a tocar sus instrumentos de escogida autoctonía frente a los escolares.

No podemos permitir que el gusto por la música de nuestros días –la variedad es enorme y constituye una de las vías de expresión y hasta segregación de la juventud, y lo digo porque la cultivan en enormes grupos cerrados– postergue y hasta anule los ritmos y géneros que están ligados por herencia e inconsciente colectivo a nuestro pasado social.

A veces produce una sonrisa apreciar cómo en labios de una chiquilla de 10 años los versos intensos del modernismo resultan tan contrastados: “rasgarme el pecho Amada y en tus manos de seda / dejar mi palpitante corazón que te adora” no son decires para la infancia. Pero la fuerza de una canción lo permite todo, y pasamos por encima de la inadecuación del emisor, para dejarnos llevar por los andariveles de la imaginación.

Bien lo dijo Tatiana Landín en su presentación sobre la literatura inspirada en Julio Jaramillo, bien lo corroboró Lenín Artieda cuando leyó el poema Pueblo, fantasma y clave de JJ, de su padre Fernando Artieda: un pueblo tiene memoria, y todo aquello que avive su fuego y mantenga su resplandor debe ser cultivado.

¡Que la música acompañe a Guayaquil! (O)