El origen del teatro es muy remoto. Se considera que se remonta a la época del hombre primitivo y a sus rituales que estaban asociados con la caza, la cosecha, el nacimiento y la muerte, es decir, con la vida y su cotidianidad.

En la antigua Grecia tomó la forma con la que hoy lo conocemos. Historias complejas, que estaban escritas en verso y que dejaron joyas del arte teatral como Edipo Rey y Antígona, entre las tragedias, y Lisístrata y Las Avispas,4 entre las comedias.

El teatro evolucionó y también se utilizó la prosa, como en la vida cotidiana, puesto que, en definitiva, es una maravillosa posibilidad de acercarnos a la realidad de lo que es el ser humano y sus grandes pasiones, contradicciones y dudas. ¿Qué otra cosa son Otelo, Hamlet y El rey Lear? Y más adelante, ¿cómo no reconocer algunos personajes y familias como la del Zoo de cristal?

El teatro y su calidad reflejan la cultura de la sociedad en la que se producen y, por eso, hay momentos en que el teatro decae y hay otros en que vibran los escenarios.

En Guayaquil tuvimos una época de casi silencio teatral. Era la década del setenta, cuando llegó a la ciudad un argentino que con enorme entusiasmo empezó a hablar del teatro, de su importancia, de su relación con la vida diaria, de su capacidad de mostrar y transmitir cultura. Pero no solo hablaba, eso lo hacía en las conversaciones de las reuniones de amigos, lo más importante es que también actuaba y se empeñaba en demostrar que para hacer teatro, buen teatro, hay que prepararse. Pronto se formó en su entorno un grupo que con el nombre de El Juglar se animó a mostrarse al público. Su casa estaba en la calle Boyacá en un tercer piso al que pronto aprendimos a ir una y otra vez muchos guayaquileños. Ernesto Suárez enseñó algo más: que el teatro de creación colectiva era posible y que tenía una gran importancia social. Para demostrarlo trabajaron y un día nos presentaron Guayaquil Superstar. Estábamos allí en el escenario con nuestras costumbres y nuestra algarabía, con lo mucho de bueno que tenemos y lo no deseable para la convivencia. Pudimos, entre risas, mirarnos a nosotros mismos y pensar en lo que somos a partir de eso.

De la casa de la calle Boyacá nació un gran impulso teatral y algunos actores y directores, que sin mucho dinero, casi ninguno, comenzaron a multiplicar lo aprendido. Así lo ha podido constatar en su reciente visita Ernesto Suárez, a quien, y con razón, se le expresó de distintas maneras la gratitud que merece.

Cuánto bien le haría a nuestra ciudad y al país mismo que como una de las metas culturales se ubique al desarrollo teatral, ojalá hubiera un grupo en cada barrio y festivales anuales que facilitaran su presentación y aún más, sería muy bueno que las autoridades asistieran, porque con seguridad entenderían mejor a los ciudadanos a los que deben servir y sus necesidades. (O)