En Europa acaban de ocurrir dos hechos que merecen comentarios: el inesperado abandono de la Unión por parte del Reino Unido, decidido plebiscitariamente, y las elecciones generales españolas, cuyo resultado entraba otra vez la formación de un nuevo Gobierno.

Las sociedades occidentales, pero especialmente Europa, parecen haber entrado en los últimos tiempos en un proceso de involución que luce preocupante por las repercusiones que puede generar. Diría que se ha abierto un camino riesgoso, lleno de inexplorados abismos, que conduce hacia el radicalismo, el populismo, el nacionalismo, que no siempre son buenos compañeros.

Hace 60 años, luego de que el Viejo Continente sufrió dos grandes conflagraciones en un periodo de tres décadas (entre 1914 y 1945) que devastó varios países y llevó a la tumba a millones de personas, se llegó a la sensata conclusión de que la mejor manera de evitar las guerras era unirse en una Comunidad, primero muy limitada y con pocos objetivos inmediatos para ampliarse progresivamente después y transformarse en ese enorme y poderoso conglomerado que es hoy la Unión Europea. Pero en años recientes ha surgido la peregrina idea de retornar a etapas superadas por la historia, demostrativa de la incapacidad de permanecer coaligados o del fracaso de los entendimientos o de la imposibilidad de sostener acuerdos duraderos entre países que tienen, como Inglaterra (no así Escocia ni Gales ni Irlanda del Norte), una sobredimensión de su ego nacional o una distorsión de su propia valía como país. Se está comenzando, todavía débilmente, a ejercer una labor de derribo de aquel edificio cuya construcción se inició, en palabras de Angela Merkel, con las ruinas aún humeantes de la Segunda Guerra.

No creo que le vaya bien en el futuro a la economía del Reino Unido separada de Europa ni individualmente a su gente, en especial a la más joven, sin mencionar los problemas internos venideros que causarían la posible separación de Escocia y de Irlanda del Norte, que han manifestado su deseo de seguir formando parte de la Unión.

El otro tema, el de España, también es complejo porque luego de las segundas elecciones generales realizadas el pasado domingo 26 de junio (dos elecciones en seis meses, pues las primeras fueron el 20 de diciembre con resultado electoral superfraccionado que no permitió formar Gobierno) parece que esa disgregación se mantiene con pequeñas variantes que no son suficientes para llegar dentro del Parlamento a mayorías claras, estables y sólidas.

Para que un pacto de gobierno haga posible la gobernabilidad, las agrupaciones políticas van a tener que cambiar a sus candidatos presidenciales cuyos nombres se han gastado en las dos intensas campañas casi continuas: alguien tendrá que reemplazar en su partido a Rajoy para que alguna de las otras formaciones acepte pactar con el PP que ha ganado las elecciones, a pesar de que varias de sus figuras han sido acusadas de corrupción causando alarma nacional. Ha ganado el partido, pero nadie quiere como socio a su líder.

Mirando al futuro, a España le convendría, sin repudiar su sistema de gobierno monárquico-parlamentario (a pesar de que la monarquía a estas alturas de los siglos no es de buen ver), establecer constitucionalmente la elección directa del presidente del Gobierno por parte del pueblo al mismo tiempo que se escoge a los diputados, no indirectamente como se hace ahora a través del Parlamento, con lo que evitaría las dificultades que se palpan y que tiene más de seis meses semiparalizado al país.

La democracia directa implica mayor participación ciudadana, además de que, en lo práctico, siempre habrá resultados y no tendrían que soportar gobiernos precarios prorrogados en sus funciones. (O)