“Quien habla de sus inferiores lo es”, quien necesita sentirse superior a los demás oculta algún complejo. El hecho de sentirnos menos capacitados para una que otra tarea resulta ser una actitud normal, no podemos ser a la vez pintores, escultores escritores, ingenieros, arquitectos, anatomistas, compositores... Que yo sepa, un solo ser humano logró abarcar todo aquello, fue Leonardo da Vinci, pero él declaró con humildad: “La simplicidad es la máxima sofisticación, es entender nuestras limitaciones”.

Estoy viendo por YouTube a una chiquilla de 4 años interpretando una dificilísima sonata de Haydn, lo hace sin poses ni arrogancia, con la concentración de un carpintero puliendo la madera, un pintor dando la pincelada final a un cuadro. Cuando deseo tener conciencia clara de mis limitaciones, me pregunto lo que hubiese podido enseñar a mis coterráneos si hubiera nacido hace ochocientos mil años. Creo que ni siquiera hubiera podido prender fuego usando dos palitos de madera, además soy incapaz de dibujar como lo hicieron los artistas del Paleolítico superior en las cuevas de Lascaux y de Altamira. Cualquier hombre humilde sin mayores conocimientos culturales hubiera sido más útil que un intelectual. Ahora nos basta pulsar un botón para prender una hornilla, no se requiere ciencia para hervir, cocer, freír, asar, derretir. No sabría explicar a un niño cómo funciona una nave espacial o cómo es posible que la sonda Voyager 1 pueda encontrarse a veinte mil millones de kilómetros de la Tierra desde que fue lanzada hace 39 años.

Todos tenemos un ego, conocer a la vez sus posibilidades y sus limitaciones es parte de la conciencia. Es normal que podamos sentirnos orgullosos al alcanzar una meta, sea la cima del monte Everest, la obtención de un diploma, cualquier tipo de éxito, pero al mismo tiempo debemos guardar la debida lucidez que nos recuerda la brevedad de la vida, la inevitabilidad de la muerte. Llega el momento en que volvemos a la misma nada de la que venimos. La eternidad es el sueño de todos los humanos, pero ningún muerto ha vuelto para contarnos si hay otra vida después de la terrenal. La existencia de otro mundo donde podríamos conocer a Sócrates, Miguel Ángel o Beethoven, volver a abrazar a nuestros antepasados, suena como un lindo cuento de hadas, la fe ciega se alimenta de sus propias creencias, no exige pruebas ni demostraciones. La sonda Voyager 1 no encontró todavía ángeles o arcángeles, tampoco seres extraterrestres, solo sabemos que el universo se sigue expandiendo, es posible que no tenga ni principio ni final, lo que nuestra mente finita obviamente no logra aceptar, pues exigimos que todo efecto tenga una causa.

No me gusta la palabra subalternos que se aplica a quienes se hallan bajo las órdenes de otra persona. Se conoce el valor de un ser humano con tan solo ver de qué manera trata a supuestos inferiores. En vez de empleada, mucama, sirvienta, doméstica. (“¡Pobre chica, la que tiene que servir”: tango de la menegilda en la zarzuela La Gran Vía) deberíamos usar el término colaboradora. “Llegó la hora de la humildad” (Jaime Roldós, al asumir el poder). (O)