Estimado don Ricardo (cada lector, cualquier lector):

Como se ha tomado usted el trabajo de escribirme una larga misiva apoyada en criterios ajenos para sostener que yo estoy equivocada al respecto de un tema –que podría ser cualquiera, vaya Dios–, le respondo a usted, que en concreto me ha hecho pensar más que en el bienhadado tema, en la labor de leernos a quienes ostentamos, por una serie de factores, la condición de “columnistas”.

Le aseguro que leer columnas es una preferencia de personas mayores. Mis alumnos universitarios no leen las mías, aunque yo lo cuente en clase y me refiera a ideas vertidas en ellas. No les mueve la menor curiosidad. Tal vez se quedó en el camino la costumbre de nuestros profesores de ponernos como tarea fija la lectura de editoriales de diarios hasta como ejercicio de caligrafía. Acaso el distanciamiento con la prensa escrita sea otro de los signos de los tiempos. Resulta paradójico que eso ocurra con estudiantes de comunicación que en poco tiempo también ejercerán la escritura como labor sustantiva. Pero el presente nos regala muchas paradojas.

Yo soy una apasionada de las columnas de opinión, y leo todas las que puedo. La prensa internacional les da puesto a muchos escritores de gran nombre para esta expresión sintética, fugaz, oportunista que muere al instante de nacer, exactamente como los seres de don Juan Bautista de Aguirre en otrora celebérrima carta (aunque esos morían dos veces). Su mensaje confirma la dialéctica del cualquier texto periodístico: que una entrega supone una recepción, un círculo de ida y vuelta, aunque en la mayoría de las ocasiones no conozcamos la reacción de quien recibe el mensaje. Mire usted, yo no coloco mi dirección electrónica en ellas, en aras de que ágiles o elocuentes lectores no me distingan con sus respuestas dado que soy una persona reconcentrada en tareas que exigen de toda mi atención. Pero de vez en cuando llegan y me honran con datos, aclaraciones o, como en su caso, grandes disidencias.

¿Seremos los columnistas unos privilegiados, acaso? Pues sí, en tiempos de gran soledad, cuando la verdadera conversación es remplazada por un infatigable parloteo social, o peor, cuando el monólogo viene desde arriba y se nos echa encima como vuelco de aceite, para oír, solamente oír, unos cuantos podemos expresar nuestra opinión, sobre todas las temáticas posibles, bajo la mirada de confianza de nuestros editores.

Y en la palabra confianza está la clave de esta tarea. Por alguna razón que no seré yo quien deba identificar, el medio y la comunidad creen que nuestras palabras tienen sentido y pertinencia y que en sus breves cuerpos desarrollan un mensaje oportuno para el momento en que se vive.

El otro rostro de la confianza es el de la responsabilidad. Creo sustentar el ánimo de cada columnista cuando expreso que escribimos lo que escribimos bajo la clara decisión de opinar con sinceridad, raciocinio y entereza los productos de nuestra psiquis y de nuestra vida. ¿Hay error en la opinión? Podría haberlos en la información sobre la cual se construye un juicio, pero no en la formulación de criterios. Esos son, simplemente, personales. (O)