De manera inhabitual, aventurándome a lo incierto y sin pensarlo mucho, enfrenté hace pocos días a un vivo que quiso colarse en los primeros lugares de una extensa fila para ingresar a un estacionamiento. Finalmente, logré que el abusivo se retirara sin demasiados incidentes. De manera inhabitual, porque padezco de un trastorno que afecta al 90 por ciento de los ecuatorianos: el silencio y la inacción frente a la viveza criolla. Una complicidad pasiva que se explica parcialmente porque la mayoría de quienes la toleran, a la vez, la practican en su existencia cotidiana. ¿Qué tan perjudicial para nuestra vida social y económica puede ser este rasgo del que los ecuatorianos nos enorgullecemos, como si fuera uno de los fundamentos de nuestra idiosincrasia, y lo festejamos como parte del folclore?

La motivación general de la viveza criolla es la pretensión de aquellos que la ejercen para ubicarse como la excepción de la regla, porque en este país el cumplimiento de la ley es “solo para los giles”. Ello dice mucho sobre la precaria incorporación de la ley por parte de los ciudadanos, y la débil inscripción de los ecuatorianos en la ley. Todo ello, probablemente, desde que nos constituimos como república o desde antes. Es decir que el ubicuo fenómeno de la viveza criolla ecuatoriana es un efecto de aquella inconsistencia nacional que estimamos como un rasgo encantador. En otros términos, gozamos del hecho de que la castración simbólica (como llama el psicoanálisis a la inscripción del sujeto en la ley) no haya operado suficientemente en la mayoría de nosotros. Ello aproxima la viveza criolla a la perversión clínica.

Podríamos considerar, entonces, a la viveza criolla como “perversión light”, o como la expresión de un rasgo perverso contingente en sujetos que habitualmente funcionan como no perversos, o como perversión episódica de baja cuantía. Pero aquel “bajo costo” es engañoso, porque la trampita criolla de la vida cotidiana es el germen de la corrupción millonaria. Hay un continuo y una relación directamente proporcional entre la viveza criolla y la tolerancia ante la verdadera perversión. Hay un vínculo entre la pequeña picardía habitual y el acto perverso propiamente dicho. Hay una línea que conecta a los que irrespetan las filas y las señales de tráfico, y aquellos que les roban millones de dólares a los ecuatorianos cuando ocupan alguna dirigencia en las entidades del Estado o en las privadas.

Aquí surge y urge la pregunta: la diferencia entre los vivarachos como aquel del otro día y los perversos propiamente dichos, ¿es solamente una cuestión de grado o una distinción entre estructuras clínicas diferentes? La cuestión no puede responderse de manera universal, porque atañe a la consideración (o a la clínica) del caso por caso. El problema es que nadie consideraría a su “sapada” reiterativa como un síntoma por el que debería consultar, sino más bien como algo de lo que se presume en este país. Entonces, a falta de prueba clínica para contestar la pregunta, ella quizás podría responderse cuando el avispado ocupa una elevada dignidad política, social y/o económica. Porque no hay perverso más verdadero y peligroso que quien se considera una excepción a la ley, desde el momento que la representa. (O)