El voto favorable a la salida del Reino Unido de la Unión Europea (UE) es el inicio del fin del sueño paneuropeo. Con una mayoría de 51,9% y una participación de 72% –la mayor desde 1992– los británicos apoyaron la salida –o brexit– contra todos los pronósticos iniciales, contra los argumentos de una racionalidad anclada en los beneficios de pertenecer a la UE y contra la idea de que en la posmodernidad, el nacionalismo es un fantasma en franco retroceso en el mundo occidental. Por el contrario, el resultado habla claramente de que el nacionalismo está de vuelta y que está tomando tal fuerza, que tarde o temprano la UE dejará de existir, por lo menos en el formato actual.

La victoria del brexit se afincó en dos ejes. El primero, devolverle soberanía al Reino Unido. Para los euroescépticos británicos su país había perdido independencia en la toma de decisiones porque estas, en última instancia, estaban supeditadas a Bruselas. El argumento que apela al nacionalismo en la elaboración de políticas estaba íntimamente conectado con la impronta antieuropea que ha caracterizado históricamente a Gran Bretaña. La insularidad británica se ha fraguado por siglos en torno del resquemor que le genera “el continente”, lo que le ha valido una suerte de búsqueda de la implementación independiente de sus políticas.

A esta idea se sumaron las presiones que generó la migración, particularmente de los ciudadanos de los países más pobres de la UE. La libre movilidad que la UE garantizaba, provocó la llegada masiva de europeos comunitarios, que después de la crisis de 2008 se convirtieron en el chivo expiatorio de los problemas que enfrentaban los británicos más pobres y de clase media en términos de acceso a salud, educación, trabajos y mejores salarios.

Estos ejes fueron pivotales cuando la campaña por el brexit transformó el referendo en una especie de “lucha” del pueblo contra las élites. Ello generó un rechazo al discurso que apelaba a los problemas económicos de dejar la UE –que son muy ciertos– que utilizó el primer ministro David Cameron y a las presiones de la comunidad internacional. Las palabras de Obama, el FMI, Merkel y el séquito de autoridades globales y de la UE que advirtieron los problemas del brexit, parecieron inflamar las pasiones soberanistas. La discusión dejó de ser racional y se convirtió en un debate pasional, en donde la apuesta de los adherentes del brexit por recuperar la “independencia” resultó efectiva al final. Y significó, además, una derrota enorme para Cameron, quien decidió renunciar a su cargo porque no cree que pueda liderar el proceso de salida de la UE. La sucesión de Cameron es un juego abierto, que incluso puede decantar en un llamado adelantado a elecciones parlamentarias en el corto plazo.

Como todo fin de la relación de un miembro con un grupo, el verdadero problema son los términos y los tiempos en que se desarrollará el brexit, amén de los posibles efectos en el resto de países. Por el lado británico, salir implica dejar de tener acceso directo a un mercado de 550 millones de personas y al paraguas institucional de la UE. El impacto económico y político podría dejar una secuela nefasta en el corto plazo, tal como sugieren las reacciones de los mercados internacionales y las previsiones que están tomando algunas corporaciones globales, que sienten que Reino Unido pierde atractivo en tanto deja de convertirse en un interfaz importante entre el resto del mundo y Europa. Por ello, la primera reacción pública de los bandos a favor y en contra del brexit es sugerir que el proceso de salida va a ser mucho más lento, para que los costos sean menores.

Por su parte, la UE se enfrenta a la paradoja del mensaje que quiere dar. Esta semana, los jefes de los gobiernos de la Unión se reúnen para debatir las alternativas. Una, más radical, implicaría acelerar la salida británica, sin opción a negociar una relación especial que le permita al Reino Unido gozar de algunas ventajas con la UE. Con esto se pretendería dejar claro al resto de miembros las consecuencias de plebiscitar salidas. Otra opción es negociar de forma más paciente los términos del divorcio, de manera que sea lo menos traumático posible.

Sea cual fuere el desenlace, lo cierto es que la UE va a sufrir cambios dramáticos. Los grupos nacionalistas de diferentes países ya hicieron el llamado para convocar a plebiscitos similares, que eventualmente pueden gatillar iguales resultados porque usarán exactamente los mismos miedos y argumentos de la campaña a favor del brexit. A su vez, Reino Unido puede enfrentar referendos sobre la permanencia de Escocia e Irlanda del Norte en el país, lo que podría debilitarlo aún más y permitir que nuevos países formen parte de la UE. En todo caso, la ola “emancipadora” plantea un desafío irrevocable para la UE: está obligada a reformarse para sobrevivir. (O)

El resultado habla claramente de que el nacionalismo está de vuelta y que está tomando tal fuerza, que tarde o temprano la UE dejará de existir, por lo menos en el formato actual.