El 23 de junio de 2016 debe entrar en la historia de América Latina como la fecha en que se dio fin a 52 años de lucha armada en uno de los países de la región; mejor dicho, es la fecha en que el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas (FARC) manifestaron su voluntad de finalizar el conflicto. Pero falta aún recorrer un difícil camino para lograr el objetivo final que es la paz definitiva.

Las FARC no son el único grupo armado en el vecino país, quedan los paramilitares, que se desmovilizaron en 2006, pero algunos se reagruparon y formaron nuevas estructuras armadas. Y quedan también los del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las bandas asociadas al narcotráfico.

Surgen algunas preguntas, el conflicto dejó 220.000 muertos y casi 6 millones de personas obligadas a desplazarse de sus tierras, y aunque el presidente Santos dijo: “Los máximos responsables de crímenes atroces serán juzgados y sancionados”, ¿los colombianos creen que así será?

¿Quienes participaron en la negociación y firmaron el documento podrán lograr que los guerrilleros que están en las montañas depongan las armas y se inserten en la vida cotidiana?

¿Resultará el compromiso de que los guerrilleros entren a la vida política legal?, hay experiencias previas que fueron un fracaso.

Lo más importante es reconocer que en el origen del conflicto hay un problema social relacionado con la distribución de la riqueza y de la tierra y que mientras ese problema subsista y la sociedad no sea capaz de resolverlo dentro de la ley, siempre estarán rondando el fantasma y la tentación de la violencia.

El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar atendió, entre 1999 y 2015, a 5.730 menores que lograron desvincular de los grupos armados, pero el número de menores reclutados, que se supone alto, no se conoce porque el reclutamiento ilícito no es denunciado por temor a la represalia.

En 52 años es mucha la sangre derramada, es imposible de medir y calcular el dolor, la dificultad para entender la razón que siembra difuntos y el rencor escondido y alimentado cada vez que se conoce de un nuevo muerto o de un nuevo niño secuestrado para que se adhiera a la guerrilla. Hace algún tiempo conocí a un grupo de mujeres colombianas que trabajaban por la paz y partían del hecho de que tenían que trabajar con una pedagogía del perdón para lograr juntos conseguir ver en el otro a un colombiano que también ha sufrido y anhela el fin del conflicto armado, verbal, psicológico, para vivir en paz.

Leí el libro de Patricia Lara Las mujeres en la guerra, es uno de los trabajos periodísticos más interesantes, profesionalmente riguroso, y en esta circunstancia podría ser muy útil, porque de las diez entrevistas a mujeres muy distintas y colocadas en ámbitos diferentes del tejido social, se pueden obtener muchas lecciones, entre otras, que el testimonio de estas mujeres, y otras como ellas, puede mover a mucha gente a trabajar por la paz, porque sus palabras, sus lágrimas, sus recuerdos, su valentía, su lucha por la vida muestran más que muchos argumentos. (O)