Ya había redactado este artículo comentando las declaraciones del canciller y relacionándolas con la Unión Europea, pero luego de su aclaración publicada ayer en este mismo periódico he tenido que reformularlo como lo están leyendo ustedes ahora, pero aun así debo decir que en esa versión textual existe la idea de fondo de que “los tratados de libre comercio son básicamente formas de reprimarizar nuestra economía, de que mantengamos nuestro rol primario en el sistema internacional”. La carga ideológica de esta idea no cambia, sea que se refiera, como dice el ministro, al TPP (Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, en español) que agrupa a Chile, Perú, México, Estados Unidos, Japón, Australia, Nueva Zelanda, Malasia, Singapur, Vietnam, Canadá) o al TTIP (Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión, en español) que enlaza a Europa y Estados Unidos, o a la Unión Europea como tal. El mensaje es el mismo porque todos son acuerdos comerciales más o menos amplios que involucran en mayor o menor medida reglas que superan las propiamente económicas.

Un tratado, es decir, un pacto resultado de una negociación no es bueno ni malo per se, a veces es complicado saberlo antes de su ejecución práctica, y depende también de lo que convengan los celebrantes en materias que rebasan el comercio y la economía, como proteger las libertades en toda su extensión, la expresión del pensamiento, el acceso al conocimiento, la privacidad, el combate a la corrupción.

Cualquier disparo a la línea de flotación de un proyecto que se presume conveniente para el país le causa tropiezos, con mayor razón si, como en este caso, el ministro de Comercio Exterior está haciendo esfuerzos denodados por concluir antes de fin de año la negociación del convenio con Europa.

Lo que comento es parte de la vieja lucha, que de tiempo en tiempo sale a la superficie, entre una ideología que agoniza lentamente pero que se niega a morir dando fuertes coletazos en algunas partes del mundo, incluyendo al Ecuador, versus la conducción de los pueblos con ausencia de dogmatismos y con mentes abiertas para admitir y comprender que el comercio no tiene colores políticos y que mientras los términos convengan a sus habitantes no importa, en lo personal, la derecha o la izquierda, el conservadurismo real o el socialismo verdadero.

En este tema subyace una contradicción entre los altos cargos del régimen, aunque hasta hace poco parecía que no había disidencias internas puesto que la única voz que suena es la de Rafael Correa: nadie puede pretender desandar la ruta que él señala ni ningún subalterno sueña con salirse del esquema trazado o de las instrucciones impartidas. Pero está claro que no puede haber un ministro que gestiona llevar las cosas a buen puerto y otro que critica subliminalmente ese esfuerzo en beneficio del comercio, de las divisas, de la actividad empresarial y del empleo.

Cada gobernante debe saber cómo conduce sus actividades, y es dable pensar que todos quieren el bienestar porque es indispensable para la tranquilidad y el avance material de la población, no digo para lograr el desarrollo, concepto que comprende más allá de la economía la formación integral del ser humano, pero no es posible ignorar que por sobre las voluntades individuales de los dirigentes está vigente la globalización, y sin embargo el Ecuador desde hace rato camina a la zaga, ostentando la cola de los países ribereños del Pacífico en sus convenios comerciales con los demás. ¿Sigue nuestro departamento de asuntos exteriores negándose a aceptar las defunciones, las notas necrológicas sobre el dogmático pasado? (O)