Los últimos acontecimientos geológicos siguen teniendo amplias repercusiones en las vidas personales y colectivas, como si fueran constantes réplicas de un suceso que no acabamos de asimilar. Para todos los que lo vivieron, padecieron, algo cambió para siempre en las certezas, en la manera de mirar el mundo, sus familias, la sociedad, al Gobierno, a ellos mismos.

La naturaleza tiene sus reglas, su vida y todos hacemos parte de ese gran concierto cósmico, no somos dueños de ella, somos un eslabón de la maravillosa cadena de la vida. Teillard de Chardin, el sacerdote científico, hablaba de la espiritualidad de la materia y del universo.

El artículo de Marco A. Elizalde Jalil, publicado el 29 de mayo en EL UNIVERSO, habla de las ondas gravitacionales, su reciente descubrimiento y cómo este hecho va a cambiar nuestro conocimiento del universo. “Las ondas gravitacionales son como las ondas que se producen en un estanque después de lanzar una piedra en su interior; solo que, en lugar de reflejarse simplemente en el agua, se reflejan nada menos que en todo el espacio-tiempo, en todas las direcciones, al cual distorsionan. Pues bien, de existir estas ondas gravitacionales, los objetos en la Tierra –incluso la Tierra misma– debieran estirarse y compactarse cuando sean atravesados por estas ondas, oscilación que puede ser medida con instrumentos lo suficientemente precisos”. Creíamos ser el centro del universo, creíamos que todo giraba en torno a la tierra, luego descubrimos que nosotros giramos alrededor del sol y que hay millones de galaxias, que no estamos solos en este vasto mundo recién comenzado a vislumbrar. Creíamos que estábamos en tierra firme, el terremoto nos mostró vivencialmente muy bien que eso no es así, y no solo eso, toda la Tierra puede estirarse y retraerse. Pero además no se trata solo de ver, sino de oír. Las ondas gravitacionales producen música. “En resumen, si antes podíamos, de algún modo, solamente ‘observar’ el universo, ahora vamos a poder también ‘escuchar’ sus galácticas sinfonías”.

Somos capaces de hacer descubrimientos que nos deslumbran, somos capaces de hurgar el universo a lejanías impresionantes, pero no somos capaces de hacer frente al hambre, a la injusticia, a todas las aberraciones de comportamiento que llenan noticiarios y periódicos, y en vez de innovar repetimos viejos modelos. El número de personas en condiciones de esclavitud moderna  –cualquier actividad forzosa de una persona sobre otra, de acuerdo con la definición de Naciones Unidas (ONU)– es alarmante. 45,8 millones de personas en todo el mundo sufren una privación absoluta de libertad de decidir sobre su propio porvenir, diez millones más que en 2014. El 58% de todas ellas se encuentra en Asia, según el informe anual de Walk Free Foundation citado por el diario El País de España.

Como si la evolución fuera a estertores de retrocesos en lo social y en lo político.

Los nombres que se dan a los movimientos políticos, socialismo del siglo XXI, neoliberalismos, neocapitalismo, son reproducciones de lo viejo con el eslogan nuevo y muy poca creatividad. Solo un barniz que sirve para aglutinar, no para innovar. No inventamos ni una nueva manera de ejercer y vivir la democracia, ni menos una redistribución de las riquezas. Seguimos en el despeñadero de producir, producir, producir, crecer, crecer, crecer, y no pensamos en decrecer para encontrar la hondura y la raíz de los cambios positivos que necesitamos y la equidad a la que aspiramos. (O)