El secreto consiste en que el buen vivir no existe. Excepto como épocas, momentos o situaciones perecederas y nunca definitivas. Excepto como la aspiración más antigua y extendida de la humanidad, desde la pregunta filosófica por la armonía en la Grecia clásica hasta la del sumak kawsay de nuestros indígenas. Excepto como ideal de la buena práctica política, desde la Politeia de Aristóteles: procurar el bienestar para su pueblo. Excepto para los bon vivants que se aprovechan del trabajo ajeno. Excepto para los “buenvivirólogos” profesionales que pasan por expertos, y que se ganan el pan escribiendo y vendiéndonos libros de autoayuda, dándonos talleres de motivación, o regentando programas oficiales para enseñarnos a vivir bien sin plata, especialmente sin la que nosotros les pagamos por hacernos creer que ellos saben cómo. Excepto como añoranza del mito original del salvaje bueno y feliz conectado con la naturaleza del paraíso terrenal.

¿Cómo se llega del mito al timo? ¿Cómo se llega de la ilusión del retorno al edén hasta el discurso del buen vivir como invención burocrática? Pasando por la política, es decir, pasando por la milenaria y legítima demanda por el bienestar comunitario, dirigida a los líderes y gobernantes, que con frecuencia se ven sobrepasados por los problemas básicos de la población. Porque es imposible que un gobierno, incluso el mejor, asegure el bienestar permanente para su pueblo. Sobre todo, cuando el gobernante ofrece todo y sin esfuerzo, y el pueblo se lo cree. Entonces, como si hubiera un acuerdo tácito entre pueblo y gobierno, el discurso del “buen vivir” aparece como mercancía palabrera y política de Estado, que se vende como si fuera un producto real mediante filosofía barata, argumentación inasible y cursilería añeja, anticipándose a la posibilidad del fracaso en complacer la demanda social. No hay plata ni empleo, pero a cambio tenemos un millón de buenos consejos, “educación en valores” y ejercicios para ser felices, sabios y pobres. ¿Por qué la población cree, soporta o está dispuesta a subsidiar sin protesta esta engañifa?

Porque no toleramos el “malestar en la cultura” del que hablaba Sigmund Freud. En el salto irreversible del edén a la civilización, afrontamos los desastres naturales, la enfermedad, el envejecimiento, la muerte, y la inevitable disarmonía con nuestros semejantes. La injusticia distributiva, desigualdades, conflictos sociales, intolerancia de las diferencias, represión pulsional, represión política, crisis económica, gobiernos fallidos y electores defraudados nos colocan en ese vaivén constante entre el malestar y la lucha por el bienestar. Allí, para muchos, cualquier promesa de bienestar sin esfuerzo constituye una propuesta salvadora. Es el amplio mercado que va desde la consejería simplona y el televangelismo hasta las promesas electorales y la invención de programas gubernamentales místicos y mistificadores. Es también el extenso campo clínico en el que algunos podrían creer –erróneamente– que el psicoanálisis de Freud y Lacan es una apología del malestar. Es, sobre todo, la existencia cotidiana de cada sujeto singular que lo confronta con la pregunta y responsabilidad por su deseo, para hacer algo mejor con su malestar existencial que subsidiar el buen vivir de un funcionario que gana quince salarios mínimos vitales cada mes, dando consejos, haciendo gimnasia, comiendo sano y meditando. (O)