El de hoy es un artículo especial. Especial para mí porque quiero recordar una vez más la memoria de Jaime Roldós en esta semana en que se cumplió el trigésimo quinto aniversario de su trágica desaparición.

Los jóvenes que tienen menos de 35 años de edad no saben, pues ni siquiera habían nacido (además de que el hecho no ha sido suficientemente difundido a lo largo de la historia), que Jaime Roldós propuso durante el ejercicio de su presidencia, la Carta de Conducta que fue suscrita en Riobamba en septiembre de 1980, conmemorando los 150 años de nuestra independencia, por los presidentes de los Países Andinos (ese grupo en cuyo desarrollo se tenía por entonces tanta esperanza) con las adhesiones de Costa Rica, Panamá y España al “espíritu y propósito” del documento, que básicamente contenía la finalidad de robustecer la democracia e impulsar el respeto a los derechos humanos en la región, dando vigor a ambos valores por sobre los conceptos que se esgrimían (y que se siguen esgrimiendo todavía en nuestro país y en Venezuela) de la soberanía, entre otros, para justificar acciones reñidas con el Estado de Derecho, con la democracia y con los propios derechos humanos. Y todo lo dicho en una América Latina azotada en esos momentos por las dictaduras y por cruentas guerras internas.

Los jóvenes deben saber y hay que recordárselos siempre, que a ese conjunto de principios se los denominó Doctrina Roldós, algo que todos los ecuatorianos, bisoños y mayores, deberían conocer para sostener orgullosamente que su presidente (1980) fue un destacado precursor de lo que serían más tarde con todas sus atribuciones los organismos interamericanos de derechos humanos (Comisión y Corte) a quienes algunos presuntos representantes de la democracia quieren en estos tiempos eliminar o desaparecer bajo el pico y la pala de la labor de zapa que realizan sin tregua las fuerzas regresivas de la historia proclives al autoritarismo.

Que se tenga conciencia de la importancia histórica de la Doctrina Roldós como hito en el avance y desarrollo de los derechos humanos, elemento esencial del concepto y ejercicio de la libertad, de esa libertad que (fíjense lo que me atrevo a decir) antes que un derecho es un deber, es una obligación, porque tenemos la obligación humana y cívica de ser libres, de no dejarnos manejar ni aborregar ni engatusar por nadie, aunque mande, asuste o amenace.

Todo esto lo he mencionado porque Martha y Santiago quisieron rendir homenaje a la memoria de sus padres, Jaime y Martha, mis apreciados compañeros universitarios y mis dilectos amigos –con quienes colaboré muy cercanamente desde una alta función pública–, de una manera distinta a la usual a través de un gratísimo conversatorio entre un limitado grupo de invitados donde no se hablaría de tristezas sino de anécdotas afectivas y curiosas que pudieran contar los asistentes, parientes y amigos, la mayoría de ellas ignoradas por el otro, en sus vivencias pasadas con los ausentes.

La Universidad Casa Grande en un ambiente informal y distendido fue el escenario de una plácida noche donde parecía flotar un afecto casi palpable con el tacto, casi un hilo físico que ligara a todos los presentes a través de la relación común de inteligencia y corazón con Jaime Roldós y con Martha Bucaram que deberán seguir sólidamente unidos, como lo estuvieron en vida, en la profundidad insondable de la muerte. (O)