El mensaje presidencial fue engañoso, pues nos pintó un país irreal. Que el correísmo marcó para el Ecuador “un antes y un después” no existe. Daría la impresión de que el terremoto fue el único causante de la crisis que nos afecta. Mucha gente estaría recién despertando ante ello, pero recordemos que las alarmas se prendieron públicamente hace casi dos 2 años y el Gobierno se negó, de plano, a rectificar. Al contrario, siguió hablando del supuesto “milagro ecuatoriano”. El creciente desempleo, el déficit fiscal inmanejable, el elevadísimo endeudamiento público a altas tasas de interés, la reducción de precios de nuestros principales productos de exportación; la disminución del ritmo de crecimiento económico de países industrializados, y de aquellos como China, India, Brasil, etcétera, que llegaban a tasas espectaculares; la incertidumbre empresarial causada por las pugnas ideológicas en la cúpula del correísmo contrarias al TLC con los Estados Unidos y con reparos al Acuerdo Comercial con la Unión Europea, esas –entre otras– son las expresiones de la crisis. Esa es la verdadera gestación de la crisis. El terremoto y sus incontables réplicas constituyen el simple pretexto oficial para tratar de justificar los correazos, aprovechando el paragua de la emergencia. Y de paso, anunciar nuevos impuestos para satisfacer el insaciable apetito fiscal.

Diría –parodiando a Joseph Stiglitz– que la única sorpresa de esta crisis es que está causando gran sorpresa a tanta gente que recién parece despertar. No se escucharon voces de quienes advertimos que el capitalismo de Estado (gasto desenfrenado e imprudente, unido a virulentos ataques al empresariado nacional y extranjero que vive en permanente sobresalto) haría inviable el modelo estatista social y solidario. Una gran mayoría de ecuatorianos acostumbrados desde hace casi una década a la filantropía generalizada del Estado expresada de múltiples maneras: subsidios, bonos, precios regalados del gas y gasolina, vivienda popular, semillas certificadas, seguro de desempleo, fertilizantes subsidiados, etcétera; es decir, al discurso redentorista de que tenemos que gastar y gastar sin importar que los ingresos del Estado sean o no permanentes, han vivido hipnotizados con la labia correísta, almibarada con símbolos y sofismas de que para combatir la pobreza no cabe darle espacio a la cultura del ahorro; de que la dolarización es el peor error que cometimos, de que los fondos de estabilización creados por gobiernos anteriores solo servían para seguir sometidos a los monopolios financieros internacionales, etcétera, etcétera. Hoy, vivimos el chuchaqui, consecuencia de esta “fiesta inolvidable”.

Para evitar una hecatombe, el presidente Correa –dejando de lado su socialismo trasnochado– debería redefinir las políticas de gobierno para afrontar en este último año las nuevas realidades económicas. Aplicar la misma medicina no funciona. El tamaño del Estado no guarda relación con el tamaño de su economía. En los casi diez años de Gobierno, la participación del Estado en el Producto Interno Bruto (PIB) pasó de 23% en 2007 al 45% en la actualidad. Algo insostenible que nos comienza a pasar factura. No hay en el mundo un solo ejemplo de un desarrollo industrial exitoso que haya prosperado en una economía cenada. Sin embargo, sobran ejemplos de países que han dado un salto favorable en el crecimiento, al competir en el mercado mundial. El modelo sustitutivo de importaciones colapsó en América Latina en la segunda mitad del siglo XX. Fue reemplazado por sus propios creadores –la Cepal– por la transformación productiva con equidad, denominación eufemística para ocultar su fracaso. Y hoy bajo el membrete de cambio de matriz productiva, quiere ser implantado. A pesar de estas evidencias, el Gobierno –en su fanatismo ideológico– sigue empecinado en aplicar un sistema que ya demostró ser inviable. ¡Gobernar es rectificar, dijo el expresidente Arosemena Monroy! (O)

Xavier Neira Menéndez, economista, Guayaquil