¿Es una buena idea que quienes detentan el poder puedan perpetuarse en él? Para contestar esa pregunta hace bien recordar a la excelente literatura latinoamericana que le ha regalado al mundo crónicas de nuestros dictadores. Desde El otoño del patriarca, de García Márquez, pasando por El señor presidente, de Asturias, y La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, ese cerrojo infranqueable y asfixiante del poder total de quienes llegaron para quedarse por muchos, muchos años como jefes de Estado, tiene ese dejo excesivo donde la voluntad del líder define cada detalle de la vida de sus países, sin mediar más institucionalidad que la de su regalada gana.

Particularmente interesante es Yo, el Supremo, la obra cumbre de Augusto Roa Bastos, que habla desde la voz de Gaspar Rodríguez de Francia, el primer gobernante del Paraguay. Por casi tres décadas rigió los destinos de la naciente república, de la que se convirtió, por aclamación, en Dictador Perpetuo entre 1816 y 1840, año en que murió. Literalmente, la de Rodríguez de Francia fue una presencia fundacional muy exitosa en tanto con él se creó y desarrolló el tinglado institucional que le dio fuerza al Paraguay del siglo XIX. De hecho, el éxito económico de ese país, sumado a los intereses de Argentina y Brasil, fue lo que gatilló la guerra de la Triple Alianza años después de la muerte del Supremo.

El problema con El Supremo fue que no hubo institucionalidad fuera de él. La novela es maravillosa porque muestra que el gran impulsor totalmente comprometido al comienzo, se transforma en un adicto al poder, lleno de sospechas y una molestia creciente ante la ingratitud de sus ciudadanos frente al compromiso del líder. El despabilo y el horror de una mano durísima que hizo temblar al Paraguay, ni siquiera dio espacio a un posible sucesor, cuando Gaspar Rodríguez de Francia fue consultado en el lecho de muerte.

Ese es el problema cuando se acumula el poder total de forma atemporal. La perspectiva alegre e institucional de las (re)fundaciones da paso, con el tiempo, a una adicción que se manifiesta en el deseo del poder por el poder. Sin límites temporales, los incentivos son muy perversos para la perpetuación. El convencimiento de que sin ellos los proyectos no tienen sentido, copan la cabeza de los Supremos y sus seguidores. La molestia ante la ingratitud del resto, también. Los reconocimientos no son suficientes. Para suplirlos aparecen las autoalabanzas, las celebraciones cada vez más fastuosas, las fechas y símbolos que solo tienen sentido para los líderes.

La ceguera y sordera también son características de los Supremos. No tienen capacidad para entender la realidad sin ellos, sin su voz ni su visión. El caso del dictador paraguayo era elocuente, al extremo que –tal como desarrolla la novela con su narrativa en primera persona– solo escucha su propia voz, que se desdobla para convencerlo de que lo que dice y hace es lo correcto. Aun a costa de cometer errores gravísimos de juicio, a pesar de violar los derechos de los otros y de querer imponer su idea de verdad como la única reconocible.

Allí radica el vacío principal: la narración de los eventos, la interpretación de lo que los otros deben o no hacer y decir, le pertenece con exclusividad a esos Supremos Perpetuos. No hay opciones fuera de ellos. Ese convencimiento los lleva a inmolarse en la perpetuación y a sucumbir ante la única visión que importa: la suya. Sin recambio no queda otra que seguir, a pesar de la ingratitud, para terminar esa grandiosa tarea emprendida, años o décadas atrás. Nada los puede alejar de su grandioso compromiso histórico. Ni la fuerza de la realidad, ni lo que piense la comunidad internacional, ni siquiera el sentir de la mayoría de la sociedad. Todos esos inconvenientes los convencen que deben renovar las energías para seguir en una tarea que solo ellos dimensionan y valoran.

El de Rodríguez de Francia se constituye en el retrato más depurado de los líderes iluminados que han superpoblado nuestro continente en dos siglos. Aunque obviamente ahora contamos con las ventajas tecnológicas para saber en tiempo real lo que sienten y piensan los Supremos. Incluso aquellos que representan un linaje revolucionario que no puede morir.

El venezolano Nicolás Maduro –sucesor de Hugo Chávez– es el caso más reciente. Ni siquiera el que José Mujica lo haya llamado “loco”, ni la dura carta en que otro uruguayo frenteamplista, el secretario de la OEA Luis Almagro, lo tilda de dictadorzuelo y lo invita a ver la realidad, han hecho enrojecer a Maduro. Fueron llamados de atención urgentes frente a su decisión de querer imponer un estado de excepción que va a contramano de cualquier noción de sentido común, en un clima tan convulsionado y en plena eclosión social como el de Venezuela. Para variar, la culpa es del resto. Nunca de los Supremos. (O)

La ceguera y sordera también son características de los Supremos. No tienen capacidad para entender la realidad sin ellos, sin su voz ni su visión.