Sin ánimo de ser repetitivo, escribo este artículo de opinión porque siento la necesidad de unirme a las múltiples voces que aparecen en todos los medios, resaltando la maravillosa reacción de los ecuatorianos ante la tragedia que nos conmueve.

Debemos marcar un punto de partida inicial indispensable: en este país no estamos preparados para afrontar un desastre como el terremoto del 16 de abril y sus cientos de repeticiones. Y no estamos preparados por mil y una razones, entre ellas, la más importante y no por ello la más trivial: Ecuador es un país acariciado por la naturaleza.

En otros lugares los ciudadanos enfrentan con regularidad casi anual temblores, nevadas, huracanes, tifones, y otros desastres naturales de proporciones épicas; y sin embargo, con el pasar de los años tal vez, ya cada uno sabe qué hacer, cómo proteger su casa, blindar su vehículo y organizarse en su barrio. Han hecho de los embates de la naturaleza una rutina casi cíclica, lo cual también vale decir, los ayuda a minimizar los efectos económicos y psicológicos del tema.

En Ecuador, por el contrario, podríamos decir con gran alegría que tenemos poca experiencia en defendernos de la madre naturaleza. En toda mi vida –que ya corre varias décadas– recuerdo pocos momentos en que nos hayamos sentido tan huérfanos e impotentes como este.

Más aún en esta ocasión, en la cual no solo que no hubiera existido fuerza humana capaz de enfrentar la magnitud del movimiento, sino que además muchas de nuestras formas de organización, construcción y circulación están diseñadas como si esto jamás fuese a suceder.

Pues ante la falta de experiencia, diligencia, previsión o como la queramos llamar, ha surgido algo que no tiene límites ni antecedentes: la respuesta de mis compatriotas.

Al decir compatriotas me refiero con orgullo a todos los ecuatorianos que vivimos dentro y fuera del país. A todos quienes siendo extranjeros por ley sienten esta tierra como propia. A quienes tenemos raíces, vínculos y afectos en este país; y, por supuesto, también a aquellos que sin jamás haber tenido ninguna relación con él se conduelen del dolor ajeno con gran generosidad.

No creo que quepa la palabra sorpresa, pues nuestro pueblo siempre ha dado muestras de solidaridad; pero sí debo decir que estoy sobrecogido con las ideas, iniciativas y capacidad de organización de mi gente.

Amigos, desconocidos, artistas, empresarios, obreros, médicos, bomberos, militares, la lista de perfiles es larga y heterogénea. Todos dispuestos a poner su contingente y conseguir lo que haga falta para ayudar a sus hermanos en desgracia.

Sinceramente no creo que exista –y ojalá no exista nunca más– otra oportunidad para ver lo fantástico que se ve y que funciona mi país cuando todos somos capaces de meterle el hombro sin medir consecuencias, ni calcular. La prioridad es clara y hemos sido capaces de mantenerla por encima de todo.

Las palabras no son suficientes para demostrar mi asombro, mi admiración y mi respeto por cada uno de los que, de cualquier manera, han sido parte de esta hermosa historia de solidaridad que nos devuelve la fe en la bondad del ser humano.

Hoy más que nunca se me hincha el pecho de saberme ecuatoriano. Y aunque la reconstrucción total tomará algún tiempo todavía, reconforta saber que estamos aquí listos y unidos para sacar adelante a nuestro país. (O)