Se ha convertido en lugar común que la lectura sea rápida. En internet incluso hay webs en el que se especifica el tiempo requerido para leer un artículo. Los libros electrónicos también establecen una media de lo que tardará la lectura de un libro, algo que no incluye las interrupciones para prepararse un café, ir al baño, o simplemente pensar en lo que se ha leído, así como tampoco las inevitables caídas de ritmo en todo libro, no digamos una novela de la que nunca queda concluido su sentido hasta llegar al punto final y sobrepasarlo. En resumen, no se puede calcular nunca el ritmo individual. Hay libros que a algunos les puede tomar uno o dos días, y a otros exige, a veces, una vida. Recuerdo a un amigo que había escrito en la última página de una novela: “ahora sí, entra en el libro, lo has visto amarillear, te ha esperado diez años”.

Se espera de los textos que vayan al grano, que no den rodeos, ninguna distracción en adjetivos o figuras literarias o incluso palabras específicas que frenen al lector y le exijan viajar al diccionario e interrumpir lo que debería leerse como quien come una hamburguesa o se fuma un cigarrillo, por no decir nada de la manida recomendación de escribir oraciones cortas, sin cláusulas intermedias, con sujeto y verbo y predicado y dar el saltito a la siguiente oración o párrafo. Cyril Connolly dijo que al escritor que va al encuentro de las masas, a medio camino se le unen otros que van al mismo camino y se funden en una criatura intercambiable, sin personalidad. Lejos queda ese espesor compacto que hace de un autor no el tobogán para antojos uniformes por el cual deslizarse a toda prisa, sino un ritmo único al cual adaptarnos con las gradaciones necesarias para respirar de otro modo.

La mejor lección de lectura la encontré en la novela de Michael Ondaatje, El paciente inglés. El protagonista, carbonizado luego de un accidente aéreo durante la Segunda Guerra Mundial, yace moribundo en una cama en una villa italiana junto a una joven enfermera, Hana, a quien se le han muerto su novio y el hijo que esperaba de él. En sus ratos libres, ella toma un libro de la biblioteca y se lo lee en voz alta. Culto y desesperanzado, el paciente inglés, al escucharla leer una página de Kipling le dice: “Léelo despacio, querida niña. Fíjate bien en dónde se encuentran las comas y descubrirás las pausas naturales”, y concluye diciendo: “Tus ojos son demasiado rápidos, norteamericanos. Piensa en el ritmo de su pluma. De lo contrario, parecerá un primer párrafo ampuloso y anticuado”.

Léelo despacio. Cada vez que entro en un autor desconocido o difícil, me repito la frase. No todos los textos resisten, y no hago un elogio de lo moroso o abigarrado por sí mismo. Menos resisten los que parecen hechos para avanzar a empujones o en un sobrevuelo, educados a tocar con nuestra manos los libros y pasar la yema de los dedos sobre la superficie de la página, como si en la textura del papel pudiéramos palpar el relieve de las palabras, el trampolín de las comas y esos abismos del punto aparte. Léelo despacio, con esa curiosidad laica de quien cree encontrar, ahora sí, un texto profano, que al poseerlo en la lectura se consagra. Este es un ritmo que se pierde en las pantallas. De allí quizá que algunos de los escritores más afilados, como Kafka o Flaubert, leían en voz alta lo que habían escrito. Un libro tiene que ser un hacha que rompa el mar de hielo que llevamos dentro, escribió Kafka. Hay que afilar el hacha, entonces. Sacar punta a las palabras, templar las oraciones y los párrafos hasta que en un extremo corte el filo y en el otro adquiera volumen el pesado metal que lo soporta.

Pienso sobre todo en una novela, Paradiso de José Lezama Lima, el gran libro inmanejable para quienes tienen prisa, y que este año cumple cincuenta desde su primera publicación, en 1966. Ese enorme libro es un poema activo de mil aristas. Octavio Paz, respondiendo al envío del libro por parte de su autor, le escribió: “Leo Paradiso poco a poco, con creciente asombro y deslumbramiento. Un edificio verbal de riqueza increíble; mejor dicho, no un edificio sino un mundo de arquitecturas en continua metamorfosis y, también, un mundo de signos –rumores que se configuran en significaciones, archipiélagos del sentido que se hace y deshace– el mundo lento del vértigo que gira en torno a ese punto intocable que está ante la creación y la destrucción del lenguaje, ese punto que es el corazón, el núcleo del idioma”. No puede decirse de mejor manera. Este Paradiso que parece expulsar a quien intenta entrar en él, ha cumplido cincuenta años. Leerlo es como asediar una fortaleza. No es gratuita su línea final: “Ritmo hesicástico: podemos empezar”. Y justo antes había escrito: “Las sílabas que oía eran ahora más lentas, pero también más claras y evidentes. Era la misma voz, pero modulada en otro registro”.

El hesicasmo era una práctica religiosa de los llamados Padres del Desierto que exigía tres condiciones para lograr la plenitud interior: quietud, soledad y silencio. Es como si Lezama Lima, cumplido el recorrido de prefiguración y concreción de la trama, invitara a leer de nuevo su novela para un recorrido de la respiración. Quizá porque en su concepción de la escritura, a fin de cuentas era sobre todo un poeta, toca descubrir no solo los hechos y las ideas sino el ritmo en el que se manifiestan, la respiración de la prosa. Lezama lo sugirió en otro de sus poemas, donde habla nada menos que de un sencillo mulo fajado de cargas que avanza por un peligroso sendero en el borde de la montaña: “Con qué seguro paso el mulo en el abismo. / Lento es el mulo. Su misión no siente”. (O)

Cyril Connolly dijo que al escritor que va al encuentro de las masas, a medio camino se le unen otros que van al mismo camino y se funden en una criatura intercambiable, sin personalidad.