Ha transcurrido un poco más de dos semanas desde que la vida de nuestro querido Ecuador tomó un giro inesperado. La naturaleza nos recordó su existencia y su supremacía con un rugido telúrico de menos de un minuto de duración, que fue suficiente para traer muerte y desolación a miles de ciudadanos, en su mayoría personas humildes. Imposible no conmoverse ante tanto dolor y tanta tragedia. Imposible dejar de pensar en lo sucedido. El duelo será largo y prolongado para todos. Una larga historia que recién empieza.

Este desastre natural nos ha desnudado como país. No obstante encontrarnos en una zona de alto riesgo sísmico y no obstante haber pasado otras dolorosas experiencias similares, habíamos venido viviendo como si el fenómeno no pudiera presentarse nunca. Pero, llegó. Y, como era de esperarse, nos sorprendió sin preparación alguna. Mal acostumbrados al “no pasa nada”, en general los ecuatorianos nos caracterizamos por imprevisores, imprudentes, negligentes, por ser estremecedoramente irresponsables, por aprender a la fuerza de los malos momentos. Parece que tuviéramos afición por todo lo que sea no cumplir reglas: de tránsito, de educación, de salud, de vivienda, para mencionar algunos aspectos fundamentales de nuestras vidas.

Esta vez, el sismo nos pilló con una mano por delante y otra por atrás. Las redes sociales tomaron las riendas de la información, que se multiplicó vertiginosamente dejando atrás a la comunicación oficial, que aturdida resolló más tarde. En menos de 24 horas, la sociedad civil se había movilizado demostrando su sensibilidad ante el dolor y la tragedia de los demás, y compartiendo lo mucho o lo poco que tenía. Lo hacía por su cuenta, con poca o ninguna confianza en las organizaciones gubernamentales. El corazón de muchos ecuatorianos ha dado una lección de amor y solidaridad frente a la soberbia y al espíritu cizañero que desde hace ya varios años ronda en el ambiente.

Ojalá esta sea realmente una oportunidad para que tomemos conciencia de las lecciones que nos deja la adversidad. Tendríamos que ser honestos y reconocer que no disponíamos de ningún plan estratégico para enfrentar el desastre. La asistencia de países vecinos, a través de sus equipos humanos preparados y organizados, nos sacó de la improvisación. El sismo, además, nos pilló “pelados”, sin ahorros y con deudas. De nada pueden servir la arrogancia y la actitud todopoderosa de quien debería ser el líder conciliador y unificador de los esfuerzos de todos. Otra oportunidad perdida.

También ha quedado al descubierto la estulticia de constructores y fiscalizadores. Viviendas devastadas, edificios colapsados –algunos tan deteriorados que deberán demolerse– son, en la mayoría de los casos, si no en todos, la más perversa evidencia de la inexistencia de control y vigilancia en las construcciones, y de la indolente deshonestidad de quien oferta y vende bienes que son una bomba de tiempo.

Queda un largo camino por recorrer. La reconstrucción tomará años. Requerirá previsión, planificación, probidad, decencia. Requerirá de todos, de nuestra solidaridad y de nuestra preocupación constantes. Será una oportunidad para reconocer equivocaciones y ser coherentes con lo que decimos y con lo que hacemos. Será una oportunidad para ser mejores ciudadanos. (O)