Desde que el individuo se percató de la finitud biológica de la vida, comprendió al mismo tiempo que la muerte es un evento natural y paradójicamente consustancial a la vida, porque la muerte es lo único certero que nos trae la vida y por tanto imposible de eludir. Pero esa concepción de la muerte no es la misma cuando se produce por el tiempo transcurrido, por el deterioro paulatino de las células que nos empujan hacia su encuentro, que cuando una circunstancia abrupta termina con la vida. La visita de la muerte tampoco es igual cuando acontece en cumplimiento de una condena penal en aquellos países en que existe el asesinato legal como sanción a los crímenes cometidos, pues el Estado mata mediante el fusilamiento, la horca, la descarga eléctrica, la lapidación, la inyección con cargas químicas o cualquier otra fórmula en observancia de normas y procedimientos y castigos primitivos que aún se mantienen en países proclamados como desarrollados. Pero ¿cómo se llama el asesinato cometido por la amable naturaleza a la que tanto amamos y respetamos y cuidamos cuando en un acto colérico acaba con la vida de más de 600 personas como acaba de ocurrir en el país –en particular en Manabí– luego del pavoroso terremoto del 16 de abril? Solo lo calificamos como desastre, catástrofe, desgracia, cataclismo, destrucción, pero debería tener un nombre especial dentro del elenco de variaciones del asesinato no ocasionado por el hombre sino por otro actor más antiguo pero no menos destructivo que él.

Las consecuencias de la devastación sabemos que son tremendas y sabemos también que tendrán que ser atendidas por etapas, pues lo inmediato es y seguirá siendo por algún tiempo reparar la salud mediante la provisión de medicinas y de servicios médicos a los sobrevivientes, rehacer poco a poco la historia de sus vidas, para a continuación o casi paralelamente sofocar sus angustias de alimentación y cobijo a fin de llegar luego a pensar en la reposición de sus bienes, retomar la planificación de sus proyectos y recuperar sus fuentes de trabajo, formales o informales, pero en todo caso sus actividades lícitas generadoras de ingresos.

Otra enorme tarea será atender las necesidades educativas agravadas por el cúmulo de escuelas (no sé exactamente cuántas) destruidas, habrá que improvisar aulas en los cuarteles o en cualquier sitio público seguro o en los parques o plazas en los pequeños pueblos o aldeas diseminados por la geografía manabita.

Me parece bien que el régimen haya formado recién hace dos o tres días una especie de comité que se encargará de la emergencia (me parece que tiene demasiados miembros, con lo que la coordinación se dificulta y la responsabilidad se diluye), porque las primeras expresiones ciudadanas desconfiaron del Gobierno por su antecedente de haber manejado con tantas deficiencias los recursos públicos ordinarios al extremo de extinguir los fondos que estaban destinados a crisis como la actual, y por tanto no brindaba la confianza o garantías necesarias para suponer que iba a conducir o administrar adecuadamente las ayudas extraordinarias en bienes, dinero y aportes humanos entregados voluntariamente y provenientes del país y del exterior.

Esperamos que se den pasos sabios, coordinados, seguros, honestos, dentro del arduo proceso de recuperación de la zona devastada y de su gente. (O)