¿Cómo rearticular el lazo entre el Gobierno nacional y la ciudadanía después del terremoto de magnitud 7,8 en el Ecuador? Un estado de excepción no debe ser aprovechado como una oportunidad para sancionar impuestos que venían estudiándose; más bien, debe ser pensado como la ocasión para establecer respetuosos canales con las personas necesitadas y también con aquellos que no han sufrido directamente la devastación pero que están dispuestos a contribuir de manera solidaria. Los terremotos reacomodan las placas tectónicas y también las ideas que tenemos del poder: qué duda cabe: hemos comprobado la impresionante primacía de la sociedad civil.

Trece años después de la catástrofe del reactor nuclear de Chernóbil, el escritor Yuri Andrujovich seguía preguntándose qué había pasado en realidad en Ucrania el 26 de abril de 1986. En la antigua Unión Soviética los hechos que existían eran únicamente aquellos que el partido de los comunistas creía que debían ser divulgados; lo que era inconveniente para los intereses de “la patria” o “el pueblo” era silenciado, pues esos gobernantes estaban autoconvencidos de que un principio moral superior protegía sus decisiones. Pero, señala Andrujovich, “los ciudadanos del imperio soviético se dieron cuenta de que existían fuerzas más devastadoras que las del Politburó”.

Los medios de comunicación han reportado inenarrables escenas de dolor y angustia en Manabí y Esmeraldas. Y también hemos comprobado la contradicción que emana de un Estado que supuestamente se ha revolucionado para favorecer a los pobres pero que, a los gritos y sin misericordia, maltrata a esos pobres que se salen del libreto de orden, disciplina y paciencia que el socialismo del siglo XXI ha pretendido imponer a la brava en nuestro país. ¿O así mismo actúa el poder, cualquier poder? En los momentos en que más se espera humildad para afrontar juntos la tragedia, más arrogancia e insolencia exhibe el poder.

Los testimonios que recogió la escritora periodista Svetlana Aleksiévich sobrecogen porque revelan que el Estado soviético ocultó a sus propios ciudadanos información sobre los efectos mortales de la catástrofe de Chernóbil. El Estado engañó a la gente. Quienes fueron a ayudar en las áreas afectadas debieron callar la verdad por obediencia al partido de gobierno. Los datos de la radiación fueron declarados secretos y se intentó culpar a Occidente por un accidente que sucedió en Ucrania. Este acontecimiento, en los ojos del pueblo, desnudó la corrupción de unas autoridades dispuestas a mentir en lugar de aceptar sus errores.

No es digno un poder gubernamental formado por un conglomerado de mentes pequeñas que, en vez de propiciar una amplia unidad nacional en torno a la tragedia, se dedique a difundir la imagen de un supuesto control absoluto de la situación. A pesar de que hemos visto que ministros y funcionarios del régimen están en la zona cero y ven directamente lo que sucede, cuando explican la situación parece que no estuvieran allá. La impresión que dan es que lo primordial es cuidar el prestigio del régimen y de su líder; se ayuda a la gente, sí, pero suena a acción colateral. Hace treinta años esta estrategia se practicó en Chernóbil y las consecuencias de ello hasta ahora se resienten. (O)