Cada vez que el Gobierno repite que la única causa de la actual situación económica es la caída del precio del petróleo, aleja más y más la posibilidad de encontrar una solución adecuada. Su justificación reduce todo a un problema de liquidez pasajera y, lo que es más grave, elude la propia responsabilidad. Incluso la pueril decisión de negarse a llamarle crisis constituye una expresión de ese intento de desmarcarse del origen de los problemas. Mostrarse como víctima de factores externos, de fuerzas desbocadas que rebasan el control de los gobiernos, es un mensaje con fines estrictamente políticos. Explicaciones de esa naturaleza están dirigidas a una parte de la población que, después de diez años de bonanza y adoctrinamiento diario, aún está dispuesta a creer en las soluciones milagrosas e inmediatas.

La dimensión de la crisis exige una posición responsable que surja de un diagnóstico serio y sincero, no de artificios que traten de ocultarla. Para elaborar ese diagnóstico es necesario comenzar por una visión crítica –autocrítica, como gustaba repetir el lenguaje revolucionario– que analice los aspectos de fondo del modelo económico impulsado en los últimos nueve años. Se podrá argumentar, en contra de esto, que no es el momento de mirar hacia atrás, sino de encontrar las soluciones para el futuro inmediato. Pero, la respuesta a esa observación es que sin considerar cabal y exhaustivamente los componentes básicos del modelo aplicado solamente se podrán sugerir medidas parciales y regresivas como las que está aplicando el Gobierno.

Dos factores políticos impiden que el Gobierno acepte que la crisis se deriva fundamentalmente de su política económica y no exclusivamente de la caída de los precios del crudo. El primero, de carácter subjetivo, es el temor a perder el monopolio de la verdad. Después de casi tres mil días de vender la bonanza como el producto de las iniciativas de un líder iluminado y de menospreciar todas las opiniones discrepantes, no queda espacio para reconocer un error por mínimo que fuera. Cuando se trata a la política –las políticas económicas, en este caso– como un asunto de fe en las bondades de una persona, no son posibles las consideraciones técnicas y la menor fisura constituye una herejía.

El segundo factor es el efecto político que puede traer el reconocimiento de los errores. En cualquier momento, pero sobre todo en año electoral, aceptar que algo estuvo mal puede causar males irreversibles. A la insatisfacción de las personas con su propia condición económica, que ya se hace evidente en las encuestas, se sumaría la pérdida de confianza en el líder y en general en el Gobierno (que también se manifiesta aunque en menor medida). Por ello, la solución escogida es el ajuste silencioso, que no significa otra cosa que la ruptura entre las acciones y el discurso. El paquetazo neoliberal impuesto en una entrega por capítulos (reformas laborales, debilitamiento del sistema de seguridad social, medidas tributarias, entre otras), se encubre con arengas revolucionarias de los años setenta mientras la mano corre ágilmente y sin miramientos por los bolsillos. (O)