Nunca imaginé que las islas tuvieran un alma tan solitaria y tempestuosa. Y fue quizá por eso, porque me acerqué a ellas libre de convicciones y prejuicios, que pude atisbar lo que se oculta tras el velo de su aislamiento. Mi primera isla fue Puerto Rico, donde tras la fachada de bienestar a lo tío Sam late el germen de la locura.

Escribo ahora mientras veo alejarse, por la ventanilla del avión, la isla de Malta. Se va tornando irreal, difuminándose entre la luz del sol cada vez más cercana mientras el avión se sumerge en un manto de nubes. Lo último que vi fue la silueta de la isla, cuyo perfil está siendo esculpido eternamente por el mar, me había dicho el poeta maltés Antoine Cassar mientras mirábamos las olas reventando contra las rocas.

Es una isla pétrea cuyos habitantes poseen almas tan antiguas como su historia, asediadas por el mar y prisioneras tras las fortificaciones erigidas por los Caballeros de San Juan. Paseamos por las calles blancas de sus poblados, entre las paredes de piedra caliza, y parecen hechas de talco las palabras que intentan describir esos muros. Y entre el sinnúmero de pueblos, ciudades y gatos viven las tunas, los hinojos y la vid, siempre al borde de la sed.

Las callejuelas de La Valeta, capital de la isla, están siempre subiendo o bajando, como las del centro de Quito pero con la esperanza (o la maldición) del mar en cada costado. Las casas de tres o cuatro pisos lucen balcones cerrados. Tras los tabiques de madera o piedra labrada atravesados por ventanas todavía se perciben las miradas de aquellas mujeres que durante siglos observaron la vida desde el enclaustramiento. Domingo en La Valeta: las ropas descoloridas tendidas a la vista de los pasantes, los gatos enroscados en los portales, los canarios en los balcones. Andamos sigilosos acariciando con nuestros ojos esos muros de piedra que encubren departamentos mínimos y oscuros que huelen a fe, humedad y orina de gato. Nos encontramos una y otra vez con los mismos ancianos yendo y volviendo de misa. Malta es católica, apostólica y romana, repiten los guías turísticos lo evidente en la cantidad asombrosa de iglesias desperdigadas por la isla, una para cada día del año. No es de extrañarnos: en 1530 Carlos V entregó esta isla a los Caballeros de San Juan, orden fundada en el siglo XI durante las Cruzadas en Tierra Santa.

En 1789 Napoleón ocupó la isla, más tarde serían los ingleses (1813-1964) y durante la II Guerra Mundial Malta sufriría bajo las leguas de fuego cayendo desde el cielo, y sus fuertes construidos en el siglo XVI contra el asedio otomano se revelarían inútiles ante los bombardeos aéreos que masacraron a sus habitantes y su patrimonio cultural. Una riqueza que no se reduce a iglesias, en Malta quedaron las huellas de pueblos neolíticos, fenicios y cartagineses, romanos, otomanos, españoles, italianos, franceses, ingleses... Llegaron todos a estas costas para adorar y perecer, conquistar e imponer, entrar, concebir y abandonar.

Malta tiene una historia tormentosa y sangrienta.

En el oratorio de la deslumbrante co-catedral erigida hasta 1577 por la Orden de San Juan en honor a su patrono, encontramos el enorme y estremecedor cuadro de Caravaggio: “La decapitación de San Juan Bautista”. Prescindiendo de la luz divina de los ángeles o de las violentas pasiones de los demonios, el genio nos revela entre tinieblas y luz que surgen de la vida humana, de la infinita paleta de sentimientos e historias, los matices de la traición y la violencia. En esta obra terminada en 1608, el verdugo se dispone a terminar la tarea ya empezada y alista el cuchillo, tras la espalda, para cortar la cabeza de San Juan, de cuyo cuello ya brota sangre tras un primer intento fallido. Una muchacha (quizá Salomé o su esclava) espera angustiada para recibir la cabeza del bautista en su bandeja de oro. En el rostro de una anciana el horror, en el rostro del tercer hombre la severidad del juez. Dos figuras son testigos de la escena desde una ventana. Es el único cuadro firmado por el artista y lo hizo con su verdadero nombre, Michelangelo Merisi, y con la sangre que mana de la herida de San Juan. Pintó esa obra por encargo y bajo la protección de los Caballeros de San Juan, quien incluso llegaron a nombrarlo miembro de su orden. Y no está claro por qué, pero pocos meses más tarde, quizá por haberse enemistado con uno de los caballeros, le retiraron el título y lo encerraron en el fuerte St. Angelo de donde escapó, ayudado por una mano misteriosa, para morir dos años más tarde en Sicilia, en circunstancias tan oscuras como las sombras de sus cuadros. La biografía de Caravaggio está llena de secretos, andaba por la vida asediado por los problemas (dicen que mató a un hombre en Roma, dicen que un año antes de morir alguien lo atacó, por venganza, desfigurándole el rostro). Murió a los 38 años y sus obras todavía nos hielan la sangre.

Si cada rincón de este mundo está lleno de historias, las historias de una isla tienen un carácter particular. Son más intensas y condensadas, como si la presión que ejerce el mar, siempre amenazando con tragárselas, aislándolas y comunicándolas a capricho, las llenara a un tiempo de vitalidad y temblor.(O)

Una riqueza que no se reduce a iglesias, en Malta quedaron las huellas de pueblos neolíticos, fenicios y cartagineses, romanos, otomanos, españoles, italianos, franceses, ingleses...