Comienzo por decir que no existe en el Diccionario de la Lengua Española la palabra “femicidio”, vocablo con la que el Código Orgánico Integral Penal, flamante producto de la actual legislatura, identifica al acto de dar muerte “a una mujer por el hecho de serlo o por su condición de género”, por lo que sería conveniente que se cambie por la palabra “feminicidio” –sin que se modifique la descripción de la conducta penada– puesto que a esta sí la recoge la última edición del diccionario como “asesinato de una mujer por razón de su sexo”.

La alarma social causada por la muerte violenta de dos jóvenes mujeres en un balneario de una provincia vecina ha dado lugar a múltiples comentarios acerca de la seguridad ciudadana, de las libertades excedidas, de las conductas femeninas, del descuido de las autoridades, de las vidas precarias y de cientos de cosas más, pero debemos ubicarnos para no maximizar el suceso ni tampoco reducirlo a algo sin importancia.

Claro que son crímenes que merecen el repudio ciudadano y la sanción de la ley los hechos ocurridos hace pocos días en Montañita a los cuales me refiero, pero su causa no es la provocación como algunos sugieren ni la falta de cuidado ni la extrema aventura como otros dicen, pues debería ser normal que una persona, hombre o mujer, pueda transitar libremente por cualquier lugar del planeta a cualquier hora del día o de la noche sin temor a la brutal agresión de un semejante, pero la realidad nos dice, con toda su crudeza, que no es así en el Ecuador ni en ningún lugar del mundo, que así como hay zonas seguras hay muchas inseguras en todas partes, que hay países –en general– más seguros que otros y que el instinto indica –fíjense que ni siquiera me refiero a la racionalidad– que se deben tomar precauciones, no por la pertenencia del sexo sino por las debilidades y vicios de la naturaleza humana que unos individuos han logrado vencer y otros no. Es más, no solo que la perversión y la maldad persisten en el comportamiento de la gente, sino que en algunos casos se han exacerbado.

He leído comentarios acerca de que es algo humillante para el Estado que policías judiciales y técnicos forenses de otros países acudan al nuestro a realizar varias pericias necesarias para esclarecer los hechos, pero si consideramos tales labores como un auténtico afán de colaboración institucional entre pares y como una especie de solidaridad ante el dolor de los deudos íntimos de las víctimas, pues la soberanía no se afecta por el examen de unos cadáveres, además de que en todos los países, incluyendo aquel de donde provienen los técnicos, existen por desgracia múltiples crímenes sin resolver, lo que significa que no hay motivos para pensar en superioridades profesorales o académicas de por medio como parecía sugerir alguna declaración pública que escuché.

La desprotección del ciudadano no es un hecho que afecta solo a nuestro país. No es posible caminar sin preocupación por numerosas calles de Caracas, de Río de Janeiro, de Bogotá, de Lima, de Tegucigalpa, de Guatemala, de México. Los delitos contra las personas se han agudizado en América Latina en la medida en que se expande la droga. Y en la misma proporción en que se ensancha la falta de acción profunda del Estado. (O)