No recuerdo en qué momento emprendí una lucha contra los lugares comunes. Lo cierto es que la mantengo. Hace unos años me dediqué a negar que sor Juana Inés de la Cruz mereciera ser llamada “décima musa” (remoquete con que se pretendiera elogiar a quien fue ella misma el summum de la creatividad literaria y no mera inspiradora de otras). Hoy me pesa que a Rubén Darío se lo anquilose en una expresión del requiebro de los siglos.

Al poeta nicaragüense, cuyo centenario de muerte celebramos el sábado 6 de este mes, se lo llama el Príncipe de las letras castellanas y repetirlo debería llevarnos a revisar si leído hoy vale la pena afirmar tal sentencia. No porque no se lo mereciera (aunque en el arte y en cualquier campo del saber vale dudar y repensar), sino porque la sobrevivencia histórica exige, precisamente, la renovación de la mirada.

Darío fue un poeta enorme, que como muchos de los nacidos en ambiente escasamente favorable para la dedicación artística, tuvo que huir de él y cultivarse en urbes más desarrolladas. De Santiago salió su libro Azul (1888); de Buenos Aires, Prosas profanas (1892); de Madrid –pero escrito durante su estancia en París–, Cantos de vida y esperanza (1905). Sus principales logros deben verse en el territorio del idioma porque sacudió el árbol de “lo correcto” que se entendía como lo castizo, y demostró que la lengua española –como cualquier otra– se nutre de los cruces con diferentes idiomas, de las hibridaciones y las rebeldías.

En materia de sus temas poéticos nunca he sido afecta a sus princesas ni a sus fiestas versallescas, a esa especie de complejo de inferioridad que revela la añoranza por lo que no se ha tenido (monarquías, aristocracias), una concepción del amor idealizada, aunque a cada rato asomen entre los resquicios del azul, los colores de Eros. Es de espíritus altos ambicionar, aspirar, desear subir cumbres, pero de seres humanos serenos y sabios sentar en terreno firme la planta e identificar raíz y futuro. Demasiada España y demasiada Europa en su célebre Salutación del optimista, el poema con que cantara a las “ínclitas razas ubérrimas” de América Latina.

Lamentablemente, la faceta lírica del Rubén Darío que explotaron los profesores es la de Margarita Debayle y de la Sonatina. Hasta la “divina Eulalia” de Divagaciones es una mujer frívola y cruel que juega con sus pretendientes. La de Carne, celeste carne de mujer, arcilla divina se la callaron por inapropiada para la edad. Tal vez por eso hemos banalizado al hombre poeta, escondido detrás de todo el pirueteo verbal con que sostuvo una gran construcción versal afrancesada (como se los criticaron los autores españoles). Y desoímos al de “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo/ y más la piedra dura porque esa ya no siente”, compendio de las interrogaciones humanas.

Babelia, de El País, preguntó la semana pasada a varios poetas hispanohablantes sobre lo que recogen de Darío. Sus respuestas, como era de esperarse, son muy diversas sobre la base de reconocerle un aporte innovador al uso del español. Concluyen en que “modernidad” es una palabra eterna, así como que los cambios jamás rompen con el pasado, sino que lo digieren y arrumban. Ninguno de ellos lo reconoció como “príncipe”, concepto de aroma anacrónico. (O)