Opinión internacional
Héctor G. Briceño M. *

Una caravana atravesó la turística Isla de Margarita (Venezuela) el 26 de enero. Centenares de motos, música y fuertes estallidos acompañaban la procesión, mientras las autoridades, debidamente armadas, resguardaban el camino. Ese martes, escuelas y comercios permanecieron cerrados, y los habitantes de la zona resguardados en sus hogares. Evento que se repitió una semana después en la ciudad militar de Maracay.

En ningún caso se trataba de un ensayo para la celebración de los carnavales. Tampoco de un desfile militar. Ni siquiera de la anual conmemoración de los 24 años del fallido golpe militar que despertó a Venezuela el 4 febrero de 1992, decretando el fin del pacto de subordinación de los militares al poder civil.

Se trataba, en ambos casos, de un sepelio. En Margarita, del Pran (líder de una banda criminal) de la cárcel de San Antonio. En Maracay, de un joven cercano a un Pran de esa ciudad. El primero asesinado por el hampa. El segundo por los cuerpos de seguridad del Estado.

Los estallidos que acompañaban ambas caravanas eran en realidad detonaciones de las armas de las bandas criminales en procesión que, como en las películas del “salvaje oeste”, disparaban al aire en medio de la ciudad, despidiendo, homenajeando, intimidando (todo a la vez), ante la mirada indiferente de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), componente de la Fuerza Armada venezolana, encargada de mantener el orden público.

De haberlo presenciado Max Weber, el fundador de la sociología que definió el Estado como “la institución que administra el monopolio legítimo de la violencia”, habría sentenciado: “Estado fallido”. Aún más, cuando el Estado no logra concentrar en sus manos la administración de la violencia, la convivencia social y la sociedad misma se ven amenazadas. Entonces le sigue la sociedad fallida.

La violencia se ha extendido en Venezuela. Está en las escuelas, las calles, las plazas y también en los hogares. En el corneteo extenuante del tráfico cotidiano, en las riñas de las interminables colas para adquirir los productos básicos en los supermercados. Está incluso en la arenga de los discursos presidenciales. La violencia, que todo destruye, se extiende como forma de interacción legítima ante la mirada de un Estado débil e impotente, que excedido por la capacidad de fuego de los grupos criminales claudica para convertirse en un simple espectador de su propio funeral.

La violencia aísla a las personas, quienes, presas del miedo y la desconfianza, se alejan de los espacios públicos para encerrarse en su vida privada, disminuyendo y deteriorando el tejido social.

Es en este escenario donde se erigen como estandartes las organizaciones de la sociedad civil, partidos políticos, gremios y organizaciones comunitarias, entre otras, que han logrado sobrevivir la vorágine depredadora del turbulento inicio del siglo XXI. Son ellas quienes están llamadas a preservar y reconstruir la convivencia ciudadana en base a las costumbres, tradiciones y valores de solidaridad y cordialidad que una vez definieron a los habitantes de estas latitudes.

* Profesor investigador. Jefe del Área Sociopolítica. Centro de Estudios del Desarrollo. Universidad Central de Venezuela. (O)

La violencia se ha extendido en Venezuela. Está en las escuelas, las calles, las plazas y también en los hogares.