Este carnaval, para mí, estuvo acosado por los atrasos, angustia aparte. Pero además lo sentí como un carnaval tímido, definámoslo así, en especial para un grupo de trabajadores con los que tuve horas intensas de interacción.

Debía terminar esquizofrénicamente de escribir un artículo sobre democracia plebiscitaria, una de las formas más heroicas para afrontar lo que queda de la ola de participación en la región. Y que, para nuestro país, como todo momento de heroicidad menor, terminó con honores alicaídos, opositores reprimidos y bailes callejeros para festejar la negación de la consulta popular sobre las enmiendas y la que importaba de veras, la reelección indefinida. Los héroes menores con la mayor aclamación finalmente se agazaparon debajo de las curules parlamentarias. Y cuesta escribir sobre aquello. La revolución parió un engendro.

Pero también en estos carnavales debía, en la dimensión más física de mis quehaceres, reordenar mis bienes domésticos y fundamentalmente nuestras colecciones de todo –inimaginables o impredecibles– , muebles –unos viejos y unos antiguos– y libros –unos que se quedaron a la cola de la lectura, los que ya no leeremos y otros que aún conmueven mis frustradas expectativas–. Es decir, sin quererlo, me había introducido en un balance de esa parte de la vida, que son la fuente más cercana de la relación terrena que uno construye, junto con mi familia y mis amigos. La ventaja oportunista. Lo hice solo, conmigo mismo, poniendo en riesgo los acuerdos y las estéticas.

Aquella tarea, el reordenar la domesticidad, me agrada y me disgusta, sin que pueda resolver la contradicción. Especialmente por los desajustes que introduce en los órdenes inmediatos, aquellos susceptibles de hacer tambalear al más recio. Pero también porque me obliga a pensar nuevos órdenes y diseñar nuevas comodidades decorativas domésticas, que reconozco debe ser probablemente mi lado femenino, aquel del que todos los hombres disponemos. Menos mal.

¡Cuán difícil es hacer antropología con uno mismo! Las cosas, las relaciones sociales, los acontecimientos analizables, siempre les pasan a los otros. Jamás a uno mismo. Al menos así nos defendemos de ser objetos de investigación. Y protegemos a la intimidad como si no fuese objeto de la sociedad. Recordé un libro que escribimos hace un par de décadas –pues sí son ya 21 años– sobre la familia ecuatoriana. Tratábamos de hacer una tipología de familias. Lo menos difícil resultaba tratar a las familias de los otros y su reproducción. Pero descubrimos que la más cobarde metodología fue evitar el tratamiento de la familia propia. En todo caso, afloró a mi mente un paralelo. Ecuador ya cabalgaba sin demasiada conciencia en una inmensa crisis nacional y general.

Estas carnestolendas estuvieron condicionadas por un contexto de incertidumbre nacional, que ha permeado a las barreras personales. Con restricciones materiales en todos los niveles de consumo. Pero sobre todo con una enorme duda acerca de la inserción social. Nos preguntamos todos si ¿de esta crisis saldremos siendo socialmente los mismos? Difícil esperar una energía de movilidad social ascendente. Pero ¿nos mantendremos? ¿Caeremos socialmente? ¿Hacia dónde?

No son pocos son los temas que acompañan a la reinstalación de los equilibrios desde la transgresión material hacia la ceniza. El paso de la carne pagana a la ceniza espiritual tiene un intermedio que debe ser llevadero. La reproducción, tenemos que alimentarnos y alimentar a una familia, tenemos que trabajar y trabajar con los demás, tenemos que pensar y convivir con los demás. Así, pues, en las actuales circunstancias, la transgresión carnavalera dejó poca libertad a la carne dentro de un camino minado por nuevos temores. Los que llenan de nervio/nervios a los sujetos. De lo poco que pude constatar, ya se han activado todas las alertas.

Tenía muchas cosas por terminar, fechas límite, antipáticas. Que me obligaron a verme a mí mismo. Pero no pude dejar de mirar a los otros. Me pareció que estos carnavales no serían iguales a los anteriores. Iguales en el consumo. Parecidos en las expectativas de movilidad ascendente. De estar sobre el carro de la espectacularidad del estímulo sostenido solo en el gasto público. De haberse comido, hasta el hastío, el cuento de la riqueza subjetiva, bajo el adorno de que se trataba de economía real. Es decir, de creer que somos los ricos que no somos.

La danza de los millones de las políticas públicas puede ser un fuego pirotécnico. Bonito, temporal y vano. Si el gasto público no genera un efecto multiplicador y se orienta a estimular a la diversificación económica, como paso simultáneo a la redistribución, creará una sociedad de pies de barro.

Pero, ¿qué es la pobreza súbita?, a lo que quiero llegar. Encontrarse, los sujetos sociales de todos los estratos, de pronto, dentro de una espiral de caída en los ingresos y en el acceso a servicios, sin respaldos en los que sostenerse, con una celeridad que hace imposible parar la caída. La consecuencia social, la destrucción de los acumulados, especialmente costosos para la sociedad: gente educada desempeñando roles que no corresponden a su instrucción. Pero hay que comer. Y el hambre no espera.

Hasta ahora el derroche fue corrupción poco visible por la disponibilidad de abundante excedente. A los pobres recientes, golpeados por la rudeza de la caída, la corrupción se les torna visible, disputan el excedente, pero sobre todo, buscan responsabilidades y alternativas. La peor ruta es cuando asignan las responsabilidades de la pobreza súbita a las instituciones. Porque entonces sufre la democracia. Y el populismo sale indemne. Espera a que la crisis termine, navegar orondo y ofrecerse de vuelta. El peor daño que el populista inflige a las instituciones no es transgredirlas. Es el costo de reinstalarlas para la sociedad.

José, trabajador anónimo quien impactó para estas notas, lleva dos meses desempleado. Es obrero soldador. Todas las obras que tenía comprometida “su” empresa se han detenido. Supo sobrevivir antes desde el pluriempleo. Ha “puesto” 20 carpetas, en todas sus habilidades. Pero no ha tenido respuesta con ninguna. No hay empleo, pero además no funciona el mercado laboral, es un mercado de relaciones, no de competencia. Ayer me ayudó cargando muebles y recuerdos.

Entre culpa y culpa, de sentir que él (realmente ellos) desplegaban la fuerza física que yo no podía hacerlo, me comentó que llevaba ya tres meses sin pagar el arriendo (y yo que había creído que tenía casa de dos pisos y tarjeta de crédito). Emprendedor, preguntó sobre muebles que vio. Me comentó que imaginaba estrategias personales, amistosas, familiares. De hecho, me comentó muchos “rebusques” para su familia, como viajar de vacación en el camión de su cuñado…

Al despedirme de José, y del grupo que había removido mi pasado, uno de ellos, el que se había mostrado más proclive a la tecnología, me espetó, “usted, no será correísta”, y yo no pude, no quise, no debía desengañarlo… (O)

Pero, ¿qué es la pobreza súbita? Encontrarse, los sujetos sociales de todos los estratos, de pronto, dentro de una espiral de caída en los ingresos y en el acceso a servicios, sin respaldos en los que sostenerse, con una celeridad que hace imposible parar la caída.