En un artículo reciente de Pankaj Mishra publicado en The Guardian (2 de febrero de 2016), el novelista y ensayista indio aludía a las nuevas formas de represión de gobiernos como el de Erdogan, en Turquía, y Narendra Modi, en India. No solo comentaba el habitual acoso a la prensa sino a universidades y escritores literarios como la novelista Arundhati Roy o el estudiante de doctorado de la Universidad de Hyderabad, Rohith Vemula. Vemula se suicidó hace menos de un mes luego de sufrir persecución por los grupos nacionalistas de su universidad y que concluyó con su expulsión de la residencia universitaria y el retiro de su beca. Perteneciente a la casta de los dalits, tradicionalmente conocidos como los “intocables”, en el peor sentido del término por la exclusión que sufren por las castas superiores de la India, Vemula se quedaba sin ningún horizonte posible. A lo que apunta Mishra en su artículo es que esta persecución a las libertades intelectuales está “asumiendo formas mucho más astutas en la India, un país que cuenta con instituciones democráticas formales y aparentemente libres”. Desde el uso mediático de actores de Bollywood, como Anupam Kher, que había declarado que había que “abatir escritores con los zapatos”, hasta troles y otros medios propagandísticos, se ha creado un aparato por el cual, en palabras de Mishra, se logra un “fárrago de absurda paranoia” destinada a predisponer a la opinión pública mayoritaria contra intelectuales y escritores. El Gobierno turco, en el mismo mes del suicidio de Vemula, hizo encarcelar a decenas de profesores universitarios turcos por firmar una carta pública de rechazo al maltrato dado a los kurdos. Esta carta también la firmaron varios intelectuales occidentales, a los que, por supuesto, el brazo de Erdogan no alcanza. En 2008, en el contexto de la Feria del Libro de Fráncfort, frente a otro presidente turco, Abdullah Gul, el premio nobel Orhan Pamuk dio el discurso de apertura y no se cortó en criticar públicamente la represión intelectual en Turquía. Gul siguió sonriendo y tratando de poner buena cara. No podía hacerlo de otra manera: los gobernantes que van de déspotas en sus países se ponen blanditos cuando están sentados a la mesa de las grandes potencias para demostrar lo civilizados y democráticos que son. Pero apenas se dan la vuelta y están en su país, empiezan las envalentonadas peroratas, los insultos y las medidas de represión. Esta es la verdadera doble moral: el rostro maquillado para el mundo y la ferocidad hacia adentro. Adbullah Gul, suave y cordial ante el público alemán, dijo que Turquía “estaba avanzando en las mejoras para ampliar la libertad de opinión, aunque todavía faltara camino por recorrer”. No le quedaba otra más que hablar así y pintar el paraíso próximo.

Mishra también alude en su artículo a las expresiones verbales sobre los escritores. Un juez de la India (repito: un juez) habría acusado a la escritora Arundhati Roy de valerse de “premios de prestigio” que “dice haber ganado” para criticar al poder judicial de su país por el encarcelamiento del profesor Saibaba, debido a sus críticas al gobierno. Por otra parte, Erdogan aludió a los mil académicos firmantes de la carta mencionada como los “llamados intelectuales”. Todo esto que ha pasado muy lejos resonará a cada lector con casos más cercanos de lo que uno quisiera. Pero más allá de esta situación puntual, es interesante remarcar el rostro doble de gobiernos que atacan y persiguen la disensión intelectual y, por otra, alardean cínicamente de democracia y que se cuenta con instituciones independientes.

¿Por qué molestan los escritores e intelectuales al poder de corte nacionalista, o que da esa apariencia usando todas las simplificaciones del ofendido discurso nacional? Tanto los intelectuales y académicos como los escritores ponen de manifiesto distintas gradaciones del lenguaje, la memoria y el saber y, no menos importante, de la capacidad de imaginación. Los escritores son los más lentos y marginales, pero su alcance es de mayor proyección en el tiempo. El manejo estético de sus creaciones, ese logro de su autonomía literaria, posee la virtud de que una vez desaparecido el contexto original, puede ser recibido por el lector y se recrea el ambiente de la época. Esa recreación no es literal ni objetiva. De hecho, en la medida que el escritor trascienda lo meramente anecdótico de su subjetividad, pero que al mismo tiempo no se someta callando o contemporizando con el discurso oficial de turno, pondrá en evidencia la insubordinable verdad de cada individuo. Esa subjetividad es la que incomoda al discurso absoluto disfrazado con los mil rostros de la patria, chica o grande, y del que cada vez somos más conscientes viendo cómo se manifiesta en distintas geografías bajo el nombre de nacionalismo. En el estado ideal, Platón lanzó la sentencia –libro décimo de La República– del valor relativo de la educación de los “guardianes” con la poesía y que, por lo tanto, hay que expulsar a los poetas. Recordemos que para los griegos la palabra poeta o poesía representa mucho más que el tópico que tenga cada cual sobre quien escribe versos. Cuando se habla de un “poeta” se alude a quienes se abren a una imaginación fuerte y libre, al mismo tiempo que saben conciliarla con la disciplina de la mente. Es alguien que mide el pulso al lenguaje y a las formas y que, con su insubordinación estética, nos enseña no solo a ver de otra manera –es decir, con palabras distintas a las del poder y sus secuaces– sino a descubrir que, sin nuestra cuota personal de experiencia discordante, debidamente dignificada, no aprenderemos nunca a ver nada más allá de lo que, por imposición, se nos dice qué hay que ver y cómo verlo.

Pero esto sería demasiado sofisticado para estos gobernantes. Ellos van al grano (y los escritores dan lentos rodeos). Simplemente quieren acallar a los “llamados intelectuales” y “poetas”, inútiles que no saben plegarse, no al pie de la letra, sino a los pies del gobierno. Entonces empuñan los zapatos. (O)

En la medida que el escritor trascienda lo meramente anecdótico de su subjetividad, pero que al mismo tiempo no se someta callando o contemporizando con el discurso oficial de turno, pondrá en evidencia la insubordinable verdad de cada individuo.