El pasado lunes se dio inicio al largo y complejo camino de las elecciones presidenciales de Estados Unidos, comenzando con la asamblea partidista del estado de Iowa y prosiguiendo con las primarias, pasado mañana, en New Hampshire. Los candidatos que finalmente representarán a los partidos Demócrata y Republicano son elegidos a través de un mecanismo electoral que tradicionalmente comienza en los estados antes mencionados, siempre en el mes de febrero y tardando cinco meses hasta su culminación. En ese sentido, el funcionamiento de la democracia estadounidense es inobjetable, ya que el candidato de cada partido es escogido luego de un proceso electoral interno que refleja las expectativas y aspiraciones de los diversos electores.

Una vez conocido el candidato presidencial de cada partido, se da inicio a lo que nosotros entendemos como la verdadera carrera presidencial hasta llegar al 8 de noviembre, fecha en la cual se conoce el nombre del nuevo presidente de Estados Unidos. Debe anotarse un punto interesante al respecto, ya que los diversos candidatos no son noveleros y recién en este mes han proclamado sus aspiraciones presidenciales, sino que desde algunos meses han ido sentando las bases para sus respectivas campañas, circunstancia que permite al electorado tener una imagen bastante clara y definida del perfil de cada candidato, pues son innumerables las presentaciones, los debates, las entrevistas, en torno a cada uno de ellos. Podría alegarse, en un momento dado, que tanta información respecto de los presidenciables podría llegar a causar cierto desinterés o indiferencia, sin embargo resulta innegable que facilita un conocimiento integral de la personalidad del candidato, de sus propuestas, de sus aspiraciones, de su inteligencia emocional, de sus afectos y desafectos, y de muchas otras características cuyo conocimiento resulta fundamental como preámbulo de una correcta selección.

En este sentido, el objetivo de tan extenso periodo electoral es transparente y determinante: otorgar al votante la información y conocimiento que permitan elaborar un voto responsable. Reitero el hecho de que no se trata de que los candidatos no sean conocidos, pues la mayoría de ellos tiene una amplia trayectoria política, por lo que en un momento se podría suponer que no necesitan someterse a tal escrutinio intenso y permanente; pero, insisto, lo que se busca con todo este trajín es reconocer la necesidad de una aproximación de los candidatos con el electorado, conózcanlos bien, analicen qué piensan, cómo actúan, sepan cuáles han sido sus logros, aciertos y errores, cómo es su vida familiar, su pasado, su presente, para al menos así tener una idea aproximada de cómo actuarían en el futuro si llegasen a ser electos presidentes.

Creo que el ejemplo del proceso electoral estadounidense es bastante bueno, naturalmente sin ser perfecto. Aquí, en cambio y con la excepción de Lasso y Bucaram, seguimos sin tener una idea clara de los candidatos de oposición, mientras que en el sector oficialista, el candidato aparentemente se revelará recién el próximo octubre, todo esto a nombre del cálculo político que seguramente medirá el impacto de la crisis y de la necesidad de aliviar los rigores de la campaña, aun más tratándose del candidato que todos especulan. Se dirá que “bueno conocido” no necesita demostrar nada, pero no es así, en el fondo lo que deberíamos pretender es equivocarnos lo menos posible. En realidad de eso se trata la democracia. (O)