No, no nos referimos al supuesto “milagro ecuatoriano” del que se nos habló tiempo atrás. Un milagro que, dicho sea de paso, quedó como otra broma más de las tantas que el régimen parece empeñado en producir casi a diario, como aquella de que a nuestra economía nada le pasaría con un petróleo de $ 20, o que Venezuela es el modelo a seguir, o que tenemos un sistema judicial confiable, etcétera.

El milagro al que nos estamos refiriendo aquí es al milagro chino. Todo apuntaba a que el espectacular crecimiento económico de China, que llegó en su momento a bordear tasas del 10 por ciento anual, así como la persistencia de este fenómeno en el tiempo, se habría de convertir en una característica definitiva del sistema económico mundial. Entre 1981 y 2010 China logró sacar de la miseria a 680 millones de personas, logrando reducir la extrema pobreza del 84% en 1980 al 10% en el 2013. Un resultado histórico que ha ido acompañado ciertamente por una creciente desigualdad.

Esta asombrosa expansión económica y social fue el resultado de la implantación de políticas de desarrollo capitalista y de la progresiva inserción de China en la economía mundial globalizada. Aunque la era del socialismo y comunismo fue abandonada por la nueva generación de líderes chinos, fue un abandono limitado únicamente a lo económico. En lo político, el régimen chino optó por mantener una organización dictatorial y centralista.

Esta doble apuesta funcionó por un tiempo. Altas tasas de crecimiento económico, bajo un sistema dictatorial. China se convirtió así en un paraíso del capitalismo desenfrenado. Trabajadores con pocos derechos laborales, salarios reprimidos, derechos civiles prácticamente anulados, concentración de poderes en la cúspide y ausencia de oposición política. El Estado imponía una cultura de obediencia y sumisión, mientras que el capital tenía las puertas siempre abiertas.

China se presentó así en una suerte de modelo, que a muchos dictadores y autócratas pareció entusiasmarles. Un modelo que desafiaba al paradigma liberal de la sociedad y del individuo, el mismo que ve como inextricablemente fusionadas a las libertades políticas con las libertades económicas, la democracia con el capitalismo, la economía con la política, el derecho con la justicia.

Ahora ese sueño de los dictadores chinos ha comenzado a derrumbarse. Al Titanic asiático le está entrando agua por todos lados. Y no se trata de una simple desaceleración de su ritmo de crecimiento. La reciente caída de la bolsa va más allá de un simple nerviosismo de los inversores. Ella es más bien la última señal de un conjunto de problemas estructurales que se han ido sumando en los últimos años, y que van desde su rampante corrupción y exigua responsabilidad política hasta su escasa innovación tecnológica y falta de independencia judicial. Es decir, por falta de un sistema democrático, único sistema que permite que el mercado pueda sancionar o corregir las ineficiencias de los actores económicos. La resistencia china a una transformación política de su sistema la tiene condenada a fracasar económicamente. (O)