Nunca se perdona la lectura de un mal libro. Habiendo tanto que leer, zamparse un bodrio es una agresión... que nos autoinfligimos, porque el autor ha hecho lo que buenamente pudo. Por eso se agradece que las primeras páginas de una novela sean malas, así nos ahorramos seguir con un texto insufrible hasta el final. Lo peor que puede suceder es que entusiasmado con un buen arranque te castigues con centenares de fojas de aburrimiento químicamente puro. Es difícil adivinar entonces si al concluir un libro nos encontraremos con una obra maestra o un disparate. Sin embargo, y esto es otra cosa, puedo percibir desde un inicio, con facilidad, si el escritor se ha jugado en la novela, si se ha conducido por el lema “¡narración o muerte!”. Esta actitud no es lo mismo que el talento, pero es tan indispensable como este para llegar a ser escritor. Y en la novela Pequeños palacios en el pecho, ganadora del premio Aurelio Espinosa Pólit, el quiteño Luis Alberto Borja Corral le da con todo.

Un tema transgresor y provocador es simplemente un tema, no garantiza que se hará una mejor novela, ni siquiera que se está haciendo literatura innovadora. La temática homosexual, por ejemplo, que incluso cabe preguntarse si ahora es contraventora. Y este es el caso de Borja Corral, a pesar de la borrascosa trama ambientada en un Quito que no se podía ni se quería ver. Este autor sabe que la verdad de la literatura está, en primer lugar, en el manejo de las herramientas básicas, sobre todo en el lenguaje. La historia que se narra puede ser sucia, pero no la narración... aunque se pueden incluir “malas palabras”, advirtiendo que el abuso de estas casi siempre busca ocultar la falta de recursos narrativos. El montaje, los efectos, el enfoque, son instrumentos que este escritor manipula con destreza y permite complacerse con el texto más allá del asunto y de los trasuntos.

Fotografiar literariamente una ciudad, una clase y una época no es aglomerar detalles anecdóticos, sino reflejar la vibración de la idiosincrasia, de la mentalidad y de las tendencias en el momento y en la presencia de los personajes. Francisco Borja lo consigue, no con la delicadeza de un cirujano, sino con la fuerza de un descuartizador de motosierra, dispuesto a dejar la realidad en pedacitos. Algún detalle escabroso pudo evitarse, pero no daña porque la apuesta no es por lo obsceno. El final, tarantinesco, ¿ah?, dará que hablar, dará que pensar, sobre todo al autor. Si un escritor acomete su obra con la intención de dar al país esa novela de repercusión internacional que no hemos tenido hace décadas, está perdido. Eso es lo que seduce de estos pequeños palacios, albergan la perversa intención de escribir bien, pase lo que pase. Eso sí, el ser premiado en una ópera prima debe manejarse con cuidado, no hay que acostumbrarse a los reconocimientos, porque se termina escribiendo para los jurados y esa es vía certera a la mediocridad. (O)