Los historiadores del futuro escribirán cosas horrendas sobre los días que vivimos. Nos describirán como seres desconectados de la realidad, a causa de nuestras ideologías políticas, y en algunos casos divorciados de nuestra naturaleza humana por doctrinas religiosas. Esas dos falencias explican el porqué muchos se esfuerzan tanto en deshacer el mundo como nuestra humanidad.

El tallarín geopolítico que presenciamos ahora, entre París, Damasco, Ankara y Moscú es una invitación abierta al colapso de las civilizaciones. Paralelamente, los gobiernos de Estados Unidos, Reino Unido y Francia deben lidiar con frentes internos de oposición ultra-conservadora, que anhelan con locura la deportación de los migrantes (en Reino Unido llegan a quejarse hasta por la presencia “excesiva” de “migrantes” provenientes de Holanda) y la confrontación abierta en Medio Oriente, con quienes sean ajenos a sus ideologías e intereses.

En su momento, las redes sociales se llenaron de cinismo. Quienes nunca antes se preocuparon por la guerra civil que azota a Siria, se dejaron llevar por el espíritu de cuerpo existente entre caudillos, y comenzaron a cuestionar a quienes nos solidarizamos con el pueblo francés. Desde la perspectiva humanista, condolerse por las víctimas de un lado no nos impide solidarizarnos con quienes llevan años padeciendo el infierno de la guerra. Albert Camus define de manera perfecta la trampa ideológica en la que muchos caen, al afirmar que “las ideas erróneas terminan siempre en derramamientos de sangre; y en todos los casos se trata de sangre ajena. Esa es la razón por la cual los pensadores se sienten libres de decir cualquier cosa”.

Siria y París no son escenarios que puedan compararse de manera equivalente. El primero padece de una guerra civil horrenda y despiadada, consecuencia de la sumatoria de los conflictos internos, regionales y de los intereses geopolíticos que nos afectan a escala global. En contraparte, el atentado perpetrado en París es un acto emblemático, cuyo daño pretende ir más allá de los muertos y heridos. Es un mensaje que pretende convertir al planeta entero en un lugar inseguro e incierto; al tiempo que busca herir los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad que París representa. Ambas situaciones son síntomas del decadente panorama actual; donde el humanismo es la excepción a la norma, y el humanitarismo cede ante los resucitados dogmas de antes. La Declaración Universal de los Derechos Humanos juega ahora el rol relegado, equivalente al de la foto de algún pariente lejano, sobre el velador de la abuela.

Quizás para nuestra suerte, Sudamérica sigue aún en su papel tradicional de espectador pasivo; no sin dejar de seguir a nivel interno la tendencia global de desconocer la realidad que nos rodea, en favor de las ideologías. Eso no es nuevo en nuestro continente. La principal diferencia es que ahora no lo hacemos bajo la supervisión de los gobiernos militares, sino de aquellos que paradójicamente dicen estar en contra de las atrocidades cometidas en el pasado.

Nos queda entonces la labor de resistir; impedir que alguien más piense por nosotros y mate a otros en nuestro nombre. El espíritu crítico nos ha salvado antes. Ojalá nos vuelva a salvar ahora. (O)