Debo reconocer que el régimen volvió a ganar la iniciativa política. La coyuntura caminaba inexorablemente hacia diciembre, mes en el que se habrían fundido todos los propósitos del Gobierno alrededor de un conflicto. La reelección inmediata de Correa provocaba que los ecuatorianos nos expresáramos frente al hartazgo con el autoritarismo y su responsabilidad con la crisis. La enmienda que facultaba a la reelección anudaba a las otras. Ahora, este cerrojo parece haberse abierto y la tensión parece atenuarse. El tema que focalizaba a nuestra retina política –la del pueblo ecuatoriano– se difuminó. La cuestión que llena, por ahora, el escenario es ¿quién sucederá al caudillo?

En un acto solo posible para el propietario del mundo público y del poder, Correa en una presentación mediática que no requería mayor preparación comentó que, con una vanidad enormemente magnánima consigo mismo, había decidido no presentarse como candidato a la siguiente elección presidencial. Esta decisión habría surgido de su fuero interno acosado por el espejo. De ese modo, nos ratificó que un rey jamás responde a un contexto social como sí lo haría un republicano. La noticia nos enfrentó a los ecuatorianos ante un nuevo problema. ¿Cómo deberemos responder a esta iniciativa? ¿Como súbditos o como ciudadanos?

La decisión no es simple. Trae una enorme cola, como toda maniobra de la baja política. Más allá de la decisión preliminar de no presentarse a la reelección inmediata, por cobardía con el deterioro del ego o por cálculo del resultado, deben esclarecerse aún varias consecuencias y estratagemas. La más importante es que Correa se mimetiza tras la institución de la reelección. Él no se presenta esta vez, pero logra que la institución de la reelección indefinida se establezca hasta que pueda usarla. Dicho rápidamente. Apela a la ingenuidad de los ecuatorianos para que disfrazada en un liberalismo decimonónico –la libertad de elegir sin restricciones– aprobemos la reelección, estímulo del caudillismo, para que pasado un tiempo volvamos a entronizar electoralmente al caudillo.

Sí, de aquel modo diluye las alternativas en conflicto en torno a la enmienda. Nos enfrentamos a una disposición de desestímulo al caudillismo prohibiendo la reelección indefinida –como es uno de los acuerdos que fue “escrito en piedra” en la transición a la democracia– o aceptamos una legislación de estímulo al caudillismo –aupándola en todos los niveles de la representación popular–. Toda institución política persigue un objetivo. Y debe hacerlo planificada y voluntariamente. Ellos, los “ciudadanos revolucionarios”, veneran al caudillismo como sostén de las reformas del socialismo del siglo XXI, verbalizadas por la supuesta interpelación democrática del caudillo. Otros creemos en el carácter perfectible de la democracia, paralela y correlativa a la solidificación de la ciudadanía plena, dentro de opciones libres y abiertas de desarrollo bajo una mirada sin claudicación hacia la justicia.

La maniobra digna de asamblea de estudiantes universitarios fue introducir a la institución –reelección indefinida– y retirar a su obstáculo visible –el autoritarismo de Correa– para hacerlo aparecer más adelante. ¿Cuándo? Un momento después, de emergencia, si es necesario. Para ello pusieron una transitoria a la enmienda, que puede tener vigencia dependiendo de la necesidad política. Veámoslo. Puede ser rechazada por la Corte Constitucional en algún momento del primer semestre del año siguiente, siendo que estaría vigente la enmienda si es aceptada en diciembre, lo que permitiría la candidatura de Correa, con la ventaja de haber superado el mes del conflicto.

Para el resto de situaciones, la reelección indefinida estaría vigente, pudiendo acogerse Correa a ella, en cualquier momento del siguiente periodo presidencial. Sea como consecuencia de la aplicación de la muerte cruzada, mediante la que terminaría el periodo del “inepto” que le sucedió, en tanto él quedaría en situación de reelegirse como un salvador emergente “para siempre”, “legalmente”. La fórmula podría llamarse una década de Correa, un descanso con testaferro por dos años, otra década de Correa. Y así, hasta que la muerte los separe.

Una variante de la anterior consiste en “esperar” un periodo, convertirse en un “gran ausente”. Para que el pueblo agobiado por la crisis lo llame. Y reaparezca con todo el autoritarismo que la coyuntura le permita. Y cual salvador, se instale permanentemente en la presidencia. De modo indefinido. El gobernante del periodo intermedio entre los ciclos del caudillo, el testaferro, deberá ser un incapaz para buscar la reelección (para que no atente contra la maniobra). Sin sucesor. Es la fórmula velasquista perfeccionada con una dosis de peronismo. Velasco se asilaba en la lejanía física reivindicada luego como presencia mesiánica. Perón mantenía el poder –mientras vivió– sin presentarse visiblemente en el poder. Más aún ahora que son necesarias muchas operaciones de ajuste, de las que el caudillo no quiere ser responsable. Pero debe comandarlas. Dirigirlas desde su staff en la gestión.

Otra variante consiste en que el caudillo no se ausente de la escena electoral, sea por debilidad del reemplazo o para garantizar la conformación de la Asamblea Nacional. Las “dificultades” consisten en que debería renunciar a la presidencia con seis meses de antelación. Pero no creo que esté dispuesto a perder en la conformación de las condiciones de su retirada, aunque sean aparentes. Y peor aún que aceptaría ser parte, aunque sea circunstancial y limitada, de un cuerpo colegiado. ¿Se imaginan a Correa como parte de un colectivo de aparentemente iguales? Solo en caso de extrema necesidad. Y esa sería la posibilidad de que la oposición acumule suficiente fuerza como para convocar a una Asamblea Constituyente, mecanismo constitucional.

La maniobra está bien hecha en la estrategia del régimen. Porque trae beneficios colaterales y pocos riesgos, asumida la inacción de la oposición. Al margen de sus variantes, la maniobra permite la estabilización del correísmo. ¿Qué es el correísmo? Es una casta conformada luego del reemplazo de las élites políticas tradicionales, que vive de la recreación de la partidocracia como enemigo.

Una conclusión, analíticamente inicial, es que el correísmo no tiene la capacidad de reinventarse. No tiene cuadros ni liderazgos para ello. Nunca tuvo proyecto sino aquel asentado en consignas y en franquicias. Quién sabe si siquiera ve esa necesidad. Tiene apetitos. La gastronomía del poder fue aprendida / degustada por una década. Y no se olvidará. Aunque a muchos les tocará volver a pensar en los acomodos. Los pocos (cuánto esperarían la historia y la buena política a que fueran los muchos) buscarán repensarse y saberse frente a nuevas coaliciones. Ese es su reto. Buscar un proyecto de cambio, más allá de la conversión de la nanotecnología en uvillas.

Otra. El correísmo no existe sin Correa. Los ciudadanos convertidos en masa del populismo “adoran” a Correa como sustituto de la confianza en las instituciones. Y Correa se ha hecho adorar. El mayor mal que Correa nos ha infligido –a la historia ecuatoriana y a sus actores– es haber destruido las instituciones. E intentar proseguir en ello, como con las Fuerzas Armadas. El culto a la personalidad atractiva, al actor del espectáculo, ratifica la estrechez en la comprensión de la política. El personalismo es una adicción, agradable para otras circunstancias. No para la política. ¡Qué banalidad de estructura política es PAIS, que reivindica el caudillismo y el clientelismo!

La final. Todo esto solo podrá ser enfrentado con una estrategia autónoma, proactiva/no reactiva, comprendiendo a la naturaleza de la crisis a la que nos han llevado, desde la agregación de la sociedad ecuatoriana, reconciliada, en actitud de concertación, buscando cómo detener al deterioro democrático, construyendo un futuro de justicia social en libertad. (O)

El mayor mal que Correa nos ha infligido –a la historia ecuatoriana y a sus actores– es haber destruido las instituciones. E intentar proseguir en ello, como con las Fuerzas Armadas.