Mi hija Carolina siempre fue flaquita, muy blanca y con el pelo claro, muy bonita la verdad, de pequeña parecía una muñequita. Siempre tuvo afición por el fútbol, desde el preescolar apostaba más dinero del que yo podía pagar y me hacía entrar en sendas negociaciones con sus compañeritos, a quienes me tocaba convencer de que un helado era mejor que 5.000 sucres. En su adolescencia fue capitana del equipo de fútbol de su colegio. La primera vez que le vi jugar me extrañó que fuera la capitana porque había chicas que eran mejores que ella, pero cuando le pregunté al entrenador, me respondió que era por la gana que ponía y porque jugaba sin miedo.

Una ocasión fui a verla jugar en cancha ajena, casi me muero al verla tan menudita, parada en sus zapatos de pupos, con canilleras, medias altas y pantaloneta, junto a las enormes chicas del otro equipo. En verdad las contrincantes eran gigantescas, tal como el título de la novela de Mo Yan: Grandes pechos, amplias caderas, pero el empeño de mi hija era suficiente para vencer hasta a King Kong.

Recuerdo que el césped estaba mojado, pero a ella nada la detenía, con una jugada maestra recibió el balón y avanzó por la mitad de la cancha con total soltura y agilidad, tal como oí a un comentarista, mi hija iba “con el grito de gol entre las piernas”, la emoción de verla meter un gol era inminente hasta que una de las fuertecitas le puso el pie, le dio un caderazo y la elevó por los aires; la jugada fue tan brusca que ella también se tropezó, y con seguridad caería sobre mi hija, pero como buena jugadora, la chica hizo un quiebre y cayó a un lado, con la misma velocidad se levantó y ayudó a mi hija a incorporarse, de pronto vi que Caro lloraba, pero de risa. Al finalizar el partido me contó que luego de la caída, mientras le daba la mano para levantarla, la muchacha le dijo: Uta, Barbie, si no me hago a un lado le caigo encima y le hago apanado.

Últimamente sueño mucho en esta escena, pero la diminuta y enclenque jugadora somos la clase media que corre por la cancha, no sabe desplazarse con zapatos de pupos, a través de la hierba mojada siente la humedad y las rodillas le duelen, el balón parece de plomo, en cada patada que da los dedos le recuerdan que es un juego rudo, que no es chiste, pero avanza, insiste con tozudez, quiere lograrlo, aparece la enorme jugadora del otro equipo, viene en contra, con todas sus fuerzas, tiene cara de banco, de supermercado, de tarjeta de crédito, de SRI, de acreedor y de deudor, tiene cara de corporación y de fundación sin fin de lucro. Le piden que deje de jugar, pero algunos le hacen barra para que siga, la motivan. ¡Dale, trabaja, dale!, se oye a lo lejos, cuando siente la zancadilla y el caderazo, cae, pero la jugadora robusta no hace ningún quiebre, se le viene encima y le hace apanado. (O)