La Constitución de 1998 ya establecía lo que se quiere hacer ahora, luego de 8 largos años de este régimen, es decir, la posibilidad de que los servicios públicos de vialidad, agua potable, saneamiento, riego y otros de naturaleza similar fueran prestados por empresas privadas o mixtas mediante concesión o asociación “o cualquier otra forma contractual”, y lo más importante, lo que tanto temen los empresarios ahora con el cambio de las reglas de juego, pues la Constitución también señalaba que “las condiciones contractuales acordadas no podrán modificarse unilateralmente por leyes u otras disposiciones”. Y eso es lo que hay que volver a hacer, luego de casi una década, dar incentivos y garantías al inversor para mover la economía y crear empleo, un marco jurídico que no se mueva a cada rato, cada vez que los líderes del Gobierno amanezcan de mal genio.

Hace un año, septiembre de 2014, expresé por esta misma columna mi enhorabuena porque el empresariado nacional proponía al Gobierno una especie de alianza hacia el desarrollo, una posible cooperación en el sentido de efectuar inversiones privadas en áreas que ordinariamente están reservadas para el sector público. Pero manifesté mi escepticismo sobre el éxito del posible acuerdo al ver la forma en que el Gobierno tomó y manejó la propuesta, y no me equivoqué pues no ha habido resultados luego de transcurridos doce meses. Sin embargo, en estos días, cuando se debate, con el beneplácito del régimen, un proyecto en la Asamblea Nacional enderezado a permitir lo mismo que se derogó el 2008, me congratulo –con las reservas del caso– porque al fin y por las necesidades acuciantes de la economía, el Gobierno rectifica su conducta e invita al sector privado a caminar juntos en la búsqueda del bienestar –como siempre debía de haber sucedido– con la esperanza, que por lo menos yo la tengo, de que no sea demasiado tarde.

Entre los beneficios que para los inversores traerá la nueva ley, según leo en la prensa, están la exoneración o rebaja de algunos tributos como los impuestos a la renta, a la salida de divisas, al valor agregado, según el tipo de actividad productiva, pero lo más importante será la posibilidad de crear empleo que tanto desean las decenas de miles de desocupados y de subocupados que hay en el país, deficiencia que ha sido uno de los talones de Aquiles de este régimen a pesar del maquillaje oficial sobre las cifras de la población económicamente activa que tiene un trabajo formal.

La gran preocupación que pende siempre sobre la cabeza de los empresarios es lo que mencionaba antes, que la seguridad jurídica falle, que las reglas de juego cambien, y les genera dudas ese comportamiento ambivalente del régimen que por un lado parece estar de acuerdo con impulsar las inversiones, pero al mismo tiempo sigue preparando o impulsando proyectos de leyes que van en contra de la actividad empresarial, con lo cual se envían mensajes desconcertantes a quienes miran las cosas desde afuera.

La gente no vive de las estadísticas, de las cifras que muestran las tasas de crecimiento o descenso del PIB ni de la relación porcentual de este con la deuda pública, sino de la renta que llega a sus bolsillos, del empleo que le permite vivir o sobrevivir, además de que no tiene conocimientos para hacer evaluaciones. Así de simple es la reflexión popular en todo momento y más en esta etapa de crisis, aplicar el pragmatismo, lo que debemos hacer todos, aceptar la nueva postura del Gobierno –porque eso conviene al país– antes que detenernos a censurar el tiempo que dejó pasar mirando por encima del hombro al sector privado que mueve a la economía y da trabajo a la población.

P. S. Saludos a Guayaquil, ciudad siempre ilustre que hoy conmemora otro aniversario del Día Mayor de su independencia política. (O)