Una conversación ocurrida esta semana con una lectora de las asiduas a mis aulas, me trae a la presente reflexión. Se había percatado de cuánto innova García Márquez los usos de la puntuación en sus novelas. Nos pusimos a pensar en ese margen estrecho entre convención y libertad para escribir y en los efectos que consigue. ¿Acaso radica en ese reducido territorio el estilo de un escritor? Porque lo que se escribe busca, fundamentalmente, comunicar. Las pomposas declaraciones de “escribo para mí mismo” o “yo soy mi principal lector” son mentirosas. Se escribe para alguien, para un grupo, para una muchedumbre invisible representada en la mente con ese concepto de Umberto Eco, el “lector modelo”.

Vale preguntarse qué conduce la mano o los dedos del escribiente para eslabonar, una tras otra, las palabras de una cláusula. ¿Hay una intención consciente en que el adjetivo vaya antes o después del sustantivo, en que las proposiciones numerosas alarguen la oración, en que se prefiera la expresión simple? Yo creo que sí, cuando se trata de escritores de oficio. Y que no, cuando escribimos en pos de ideas que queremos atrapar con rapidez en el temor de que se nos desvanezcan en la memoria. En este último caso, quien organiza el texto es ese esquema gramatical bien interiorizado que dejan las lecturas y alguna que otra explicación argumentada sobre las conveniencias de la redacción.

Lo cierto es que todos vamos acuñando un estilo, una forma de expresión escrita que tiene sus sellos, sus marcas, que a la mirada analítica deja a la luz fortalezas o debilidades. Cuando leo una novela, por ejemplo, reparo en los numerosos “como si” que usan los narradores para sostener ese férreo andamiaje constructivo que es la comparación (“como si en el espejo donde ese hombre se miraba hubiese visto los ojos de otro”, afirma uno que leo ahora). Este procedimiento estorbaría en otra clase de texto.

La elección de las palabras es un rasgo determinante del estilo. El vocabulario personal está cruzado por toda la vida del que escribe –la edad y (otra vez) la lectura son fundamentales en materia de riqueza léxica–. Aprecio en alto grado el bagaje amplio, caudaloso y preciso del escritor que, como Alonso Cueto, me empuja al diccionario para enterarme de que el escalón que se hace entre la acera y la calle se llama “sardinel”. Que no llama “cosa” a las cosas porque cada objeto tiene su nombre específico. Que no salpica sus líneas con los cuatro verbos más utilizados del español: hacer, tener, decir, poner.

Desde que el periodismo narrativo nos demuestra que los cuidados por la lengua, sus hallazgos y originalidades no son exclusivos de la literatura, esa clase de escritura se ha ido llenando de las luces del arte. Es cierto que no se los podemos exigir a todos sus cultores, pero ha quedado abierto un camino más que nos lleva a identificar estilos. Hay deslumbradores estilos para hacer periodismo. Léase a Leila Guerriero, por favor.

¿Y la poesía qué? ¿Acaso de sus opciones metafóricas, de sus trastrueques de la sintaxis, de sus violentos giros que abandonan la inteligibilidad para elegir otras metas más sofisticadas de comunicación, no invaden otros decires? En eso estamos, en tiempos en que los estilos textuales se comparten y en que cada escribiente debería construir, a voluntad, uno propio. (O)