Para soportar sin análisis ni reparo cualquier ataque al pensamiento que le pasen por televisión, incluyendo el irreparable Ecuador tiene talento. A estas alturas, ya no sirve estancarse en peleas de gatas e inquisidoras quemando niñas ateas, sino plantearse algunas preguntas: ¿Por qué la televisión se presta, mejor que la radio y la prensa escrita, para todo género de perversiones camufladas como entretenimiento? ¿De dónde le viene a nuestro público tal inclinación masoquista? ¿A quién le sirve todo esto? ¿Acaso se trata de un fenómeno universal? Ayudémonos a responderlas partiendo de una admonición de Richard Rorty (1999): “Mientras el proletariado esté distraído de su propia desesperación con acontecimientos ficticios creados por los medios de comunicación, los superricos no tienen nada que temer”.

Es decir que la televisión entretiene y “entretiene”: proporciona diversión a toda la familia, y adicionalmente distrae a los adultos de su malestar económico, social y político, atenuando la posibilidad de la rebelión y la protesta. La televisión pacifica y contribuye a mantener un equilibrio que conviene a sus dueños y a los detentadores del poder en cualquiera de sus formas. No se trata solamente de los propietarios de las grandes cadenas de medios, sino de todos los empresarios que las subsidian con su publicidad, de los poseedores de los grandes capitales, y de los líderes políticos que trabajan para prolongarse en el Gobierno. Esto explica la escasez de una verdadera televisión pública en el planeta, pues ella debería ser no solamente un vehículo de cultura y educación sino un canal para la expresión de aquello que no anda en una sociedad.

La eficacia sedante de la televisión, como lo anticiparon sucesivamente hace más de medio siglo Aldous Huxley, George Orwell y Ray Bradbury, radica en el ahorro del esfuerzo intelectual que demanda la palabra escrita, y en el aporte inagotable de satisfacciones pulsionales que ella depara a su público a través de la mirada y la voz. Es la diferencia entre la austeridad desafiante del signo impreso contra la seducción poderosa de la palabra hablada que se acompaña de una imagen cautivante. Fabricar un público mirón que se entregue sin mucha reticencia al goce de sus amos. Porque es más fácil manipular a una seudocultura televidente que a una sociedad lectora. Por ello la prensa de papel experimenta una mengua constante de su influencia sobre el público, frente al periodismo de pantalla y “de pantalla”.

A pesar de todo, soy contrario a las censuras oficiales, a las cancelaciones impuestas y a las disoluciones de medios. El remedio no es la policía del pensamiento ni la comisaría de la palabra. La alternativa es la educación del público para el ejercicio del análisis y la crítica desde temprana edad, de manera gradual y adecuada a los diferentes momentos de su desarrollo. Paradójicamente, ello puede hacerse de manera eficaz a través de la pequeña pantalla: una televisión que interrogue a “la televisión” acerca de los fundamentos y deseos que motivan su discurso. Es decir, no se trata de pedirle a Ecuavisa (o a cualquiera) que cancele sus bodrios, sino de pedirle que nos explique para qué sostiene su presencia en nuestra sociedad. (O)