“La misión del escritor no es servir a quienes hacen la historia sino a quienes la sufren. De lo contrario, quedaría privado de su arte” (Albert Camus, discurso de agradecimiento por el Nobel de Literatura, Estocolmo, 1957).

Sin tregua ni mucho pudor. La anunciada disolución de Fundamedios es el capítulo más reciente, aunque no será el último, de la cruzada correísta contra la prensa díscola y el pensamiento crítico. En su empeño por silenciar la palabra discrepante, el correísmo ha superado en eficacia y sutileza a las palizas y torturas del febrescorderato. Lo ha hecho travistiendo la intimidación en “legalidad” con el auxilio de una “ley de comunicación” confeccionada a la medida del propósito y bajo la paradójica declaración de que “garantiza la libertad de expresión”. El encargo de su ejecución corre por cuenta de tres entidades perfeccionadas para el efecto, supuestamente diferentes pero sinérgicas en su accionar: Secom, Supercom y Cordicom.

Las tres conforman esa troika de la policía del pensamiento a la que podríamos llamar “Fundemedios”, por su potestad autorizada para disolver la información incómoda y la opinión adversa. “Fundemedios” infunde miedos (o eso pretende) propinando escarmientos ejemplares a las plumas más agudas, los dibujantes más irónicos y las voces más influyentes del espectro comunicacional no gobiernista en el Ecuador. En primera instancia, bajo su imperio desaparecieron de la escena periodística las opiniones disonantes de Emilio Palacio, Jorge Ortiz y Carlos Vera, a los que han sucedido otros comunicadores, opinadores y medios. Incluso han logrado que el diario más antiguo y respetable de Quito se contradiga a sí mismo en primera plana y le entregue la cabeza de Martín Pallares para aplacar su voracidad y salvar los empleos de sus trabajadores.

El epígrafe de esta columna sirve para cualquiera que tenga una responsabilidad social y política (porque no puede dejar de ser política) por la emisión pública de su palabra, aunque todos los presentes nos ubiquemos a un año luz de Camus. En ese sentido, y a falta de bochorno propio, causa “vergüenza ajena” observar a comunicadores otrora pasables, intelectuales anteriormente interesantes, y defensores de libertades y derechos en su reencarnación precorreísta, convertidos hoy en comisarios de la palabra como empleados de “Fundemedios”, y justificando sus acciones con retórica barata y sin pudor. Seguramente están convencidos de que sirven a una causa histórica sin preguntarse en qué momento los libertadores transitan el desfiladero que conduce de la proceridad a la megalomanía.

Dicen, en Quito, que cuando se acabe el correato sus jerarcas tendrán que abstenerse de entrar a un restaurante. Lo dudo. La benevolencia de nuestra gente supera la que atribuimos a la Divinidad: los ecuatorianos averiguamos nada y perdonamos todo. O quizás no es bondad sino vulgar indiferencia y atrofia ciudadana. En realidad, a la mayoría de la gente le importa poco Fundamedios, no le interesa si el Gobierno manipula la justicia y solo se enoja cuando le falta la plata. Aun así, basta que un solo vecino del barrio nos conozca, nos lea, se cuestione y asuma responsablemente su derecho a la opinión y la resistencia, para que esto valga la pena. Entonces hay que hacerlo hasta que nos toque… ¿Quién(es) será(seremos) el(los) próximo(s)? (O)