Hagamos un recuento de las noticias ocurridas en las últimas semanas: nadie es ajeno a las quijotadas proselitistas, inspiradas por la singular cabellera de Donald Trump; en especial, aquel muro que promete construir entre Estados Unidos y México. El remate de esta locura radica en quién “pagaría la cuenta”, además de los platos rotos. Trump propone forzar a México a cubrir los gastos de esta herramienta medieval, concebida según él para impedir el ingreso de “delincuentes y violadores” a su país.

Como si un loco con ansias de poder no fuera suficiente, otro precandidato a la Presidencia estadounidense, Scott Walker –actual gobernador de Wisconsin–, acaba de ofrecer la construcción de un muro limítrofe entre Estados Unidos y Canadá. Es fácil confirmar que las próximas elecciones norteamericanas son una apología a la paranoia, sobre todo cuando recordamos que el arquetipo del ciudadano canadiense es un individuo cordial, que solo peca de disculparse excesivamente.

Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, las noticias tampoco son alentadoras. El continente que décadas atrás celebró la caída del muro de Berlín levanta ahora muros entre Hungría y Serbia, y se refuerzan los existentes alrededor de Ceuta y Melilla. Se refuerzan las fronteras internas y externas, para tratar de contener la marejada de personas que huyen de Libia y Siria, no buscando un mejor estilo de vida, sino buscando sobrevivir.

Adicionalmente, los noticiarios informaron hace poco que el ISIS ha dinamitado las ruinas arqueológicas del templo de Bel, ubicado en la antigua ciudad de Palmira. Y así, Bel pasa ahora a ser parte de la creciente lista de restos arqueológicos destruidos por la intolerancia y la intransigencia que se expande por el Fértil Creciente.

Todos estos eventos, apreciados de manera sincronizada, nos muestran un escenario mundial para nada alentador: construimos y destruimos los muros equivocados. La intolerancia nos incita a construir por un lado y a destruir por el otro.

Y en esta disonante orquesta global, ¿qué rol le toca a Sudamérica? ¿Es nuestro continente el sitio más tolerante y humanista del planeta?

Quizás debamos recordar –antes de responder dicha pregunta– que los muros de la intolerancia no se construyen solamente con cemento, hierro y ladrillos. También se perjudica a muchos cuando muros invisibles impiden el paso de la verdad o cuando la afiliación del declarante pesa más que los hechos.

En Venezuela se acusa a todo colombiano que viva en la frontera occidental de “contrabandista”, sin que se le siga el debido proceso judicial. Eso ha provocado un éxodo de familias y comunidades enteras. La incongruencia se delata en quienes apoyan y aplauden las medidas de Maduro, y simultáneamente condenan las propuestas electorales de Trump. ¿No son acaso diferentes expresiones de una misma atrocidad?

Joseph Goebbels decía que “una mentira repetida mil veces puede convertirse en una verdad”. Afortunadamente, la realidad se repite mucho más que las mentiras, de manera constante e infinita. Eso ayuda a derribar esos muros invisibles, que alaban a unos y condenan a otros cuando cometen hechos totalmente idénticos. (O)