Hubo una época en que deseaba que todo ocurriera con rapidez, a los 15 me urgía ser mayor de edad, luego soñé con alcanzar los 30, tener una buena profesión. Asimismo, la vida se me fue desbobinando como una película que acaba de romperse, rebasé los 40, los 50, los 60, los 70 sin siquiera sentir el paso del tiempo. Una y otra vez tuve que acudir a las salas de velación, vi morir a muchos amigos o conocidos, artistas, políticos, sacerdotes, traté siempre de imaginar que podría sobrevivir una década más. Cuando alcancé recientemente la barrera de los 80 tomé conciencia más amplia de mi fragilidad. No albergo angustia ni temor, experimento más bien una lógica resignación. Recordé lo que me dijo Miguel Donoso Pareja: “Después de los 80 lo que sigue es yapa”, siempre me gustaron las yapas, lo que se da por añadidura. Ahora tomo mi tiempo para todo, sé catar un vino con los sentidos en alerta, no como, siendo joven, apuraba las copas hasta la embriaguez; aprendí a comer apreciando la talentosa cortesía de un chef, puedo escuchar sin interrupción una sinfonía de Mahler, un concierto de Prokofiev deleitándome con cada acorde, cada arpegio, cada melodía, cada matiz, puedo sentarme frente a un cuadro, exprimir con el alma su belleza, ver crecer un árbol, nunca llegaron a aburrirme las puestas de sol, cada beso de mujer es permanente milagro, sigue vigente el trillado adagio romano “festina lente” repetido por Don Quijote cuando dice a Sancho Panza: “Apúrate lento que voy de prisa”. No sé cuántos años me quedan, tomo mi tiempo, aprendí a amar sin desbocarme para llegar con mi pareja a la anhelada armonía sin perdernos en el camino. Amar es saber esperar.

Los meses, los años son como los vinos, hay que saber añejarlos, intento recordar lo que escribió en su Arte de amar el buen Ovidio hace como dos mil años, no sé si es el texto exacto, pero dice algo así: “Qui properent nova musta bibant; mihi fundat avitum annis priscis condita testa merum”. (Que los apurados beban el vino recién prensado, pero a mí me gusta que me sirvan uno añejado en ánfora vieja). Estamos por un tiempo limitado en el planeta disfrutando las mil y una maravillas que ofrecen la vida, la naturaleza. Se necesita una vida entera para conocer y amar al ser que elegimos como pareja cuando el flechazo nos desquició el alma. El otoño de las hojas muertas con todos aquellos colores que guarda la tierra en su paleta, el invierno con copos de nieve silenciosos acariciando el suelo, el aroma del primer café por la mañana, el nacimiento del primer hijo, el primer beso y el último, los recuerdos que endulzan o muerden... ¡cuánto disfrutamos sin tener siempre puesta la debida conciencia! El libro tibetano de la vida y de la muerte me enseñó que debemos aprender a morir como uno aprende a descansar después de una ruda jornada, misión cumplida, retorno a la paz de la que nos escapamos al nacer. (O)