Llegar al comienzo de los 75 años, porque 74 ya los viví, es una fecha importante dentro de las múltiples fechas importantes que he tenido el privilegio de vivir. Y como la vida es el más preciado don me pregunté, sin pensarlo mucho, cuál sería el balance, hasta ahora, del camino recorrido y de lo aprendido. Y recordé una pregunta hecha por la profesora de literatura cuando leíamos a Carlos Vaz Ferreira, ¿qué elige usted, llegar rápido a la meta propuesta sin mirar el paisaje, o tomarse el tiempo para ver las flores, las piedras, los árboles del camino y llegar más tarde? Sin titubear respondí llegar rápido a la meta, no quiero que nada me detenga. Hoy desde el atardecer de mi vida pienso diferente. Aprecio sobremanera el paisaje, el camino y aprendí que el camino y la meta son la misma cosa. Lleva nueve meses a un niño nacer y bastante más tiempo poder ser independiente. Los procesos hay que respetarlos, acompañarlos con cuidado, con cariño, con ternura, con paciencia. Y así como no se sabe qué cara tendrá el niño que nace, tampoco podemos determinar cuáles serán los frutos que los diferentes procesos darán. Algunos tardan más tiempo que una vida humana. Pero también aprendí que no se pueden posponer las decisiones. Y que los cambios más importantes se dan al comienzo pues de lo contrario la costumbre, el sistema, el qué dirán o lo que sea termina por engullirnos.
Descubrí que los seres humanos, todos, somos muy frágiles y que bajo la coraza más dura hay muchas veces alguien necesitado de reconocimiento y afecto.
Aprendí que las relaciones hay que cultivarlas, que todos necesitamos de todos. Una vez emprendí en solitario el camino desde San Pedro de la Bendita hasta el santuario de la Virgen de El Cisne, tenía que regresar al punto de partida en el mismo día. Eran alrededor de 40 km. Pensaba que era más cerca, y emprendí el camino sin dinero, sin agua, sin comida, sin zapatos adecuados. Fiel a mi convicción de que debía llegar a la meta fijada, no me detuve, caminé todo el día. Al comienzo me encontré con una cuadrilla de trabajadores, los vi como posibles agresores y sentí miedo. Cuando regresaba, ver a alguien era la oportunidad de una ayuda, en la soledad de las montañas. Ya al final no le tenía miedo a nadie y cualquiera que se acercara lo consideraba un amigo: los limones que me ofrecieron me parecieron un manjar. Cuando nos encontramos extenuados, desprotegidos, cuando necesitamos de los demás, las barreras que ponemos se caen solas y descubrimos la fraternidad esencial que nos une a todos.
Y quizás el aprendizaje fundamental: la paz puede permanecer en nuestro interior en medio de las tormentas más intensas. La espiritualidad no es sinónimo de ceguera, sordera o mudez; es comunión con todo lo que es vida, alegría, justicia y lleva a un amor desprotegido que vive a la intemperie todos los sufrimientos, la ausencia que causa la muerte, la angustia del hambre, de migrantes atrapados, rechazados, la desolación de la naturaleza y la estupidez de todas las guerras, todas. Aprendí que la pureza no se pierde, se adquiere, y que hay muchos ancianos con miradas transparentes, porque han sido lavadas con muchas lágrimas y muchos sufrimientos, y pueden bucear en el corazón propio y de los demás con una comprensión y empatía casi infinitas. Aprendí a cobijarme a sus sombras y tratar de ver como ellos ven, sentir como ellos sienten, amar como ellos aman. (O)