Saber que se va a morir, característica esencial del ser humano, quizá no influya demasiado en la vida cotidiana de las personas, que normalmente actúan como si fuesen inmortales. Hay momentos en los que tenemos mayor consciencia de nuestra mortalidad, pero en general caminamos por el mundo con aires de perennidad. Relacionada con esa actitud está la poca atención que damos a nuestras vísceras, esas partes ocultas de nuestro cuerpo, de las que solo nos acordamos cuando fallan. Así, nunca me acordaba de que tenía corazón, hasta que una noche en Buenos Aires tuve la sensación de que se me “sobre-revolucionaba” como un motor al que se hubiese acelerado exageradamente. Ocurrió mientras espectaba el merengue El negro quiere bailar, en un recital de Les Luthiers. Literalmente me moría de la risa. Después se sabría que el problema cardiaco era grave, pero entonces lo atribuí a las descomedidas dosis de humor genial que inyecta ese grupo de brillantes y exquisitos artistas argentinos. Uso adrede los superlativos, porque si no apelo a ellos me parece que no reflejo su colosal nivel.

Fue en los años setenta cuando alguien me hizo oír por primera vez un casete con una grabación de estos increíbles humoristas. Poco después pude adquirir alborozado un elepé del grupo, que se titulaba Peor, lo mejor de Les Luthiers. En ese entonces todos los discos traían esta advertencia: “Disco es cultura. Regale discos”. El que había comprado decía: “¿Disco es cultura? Regale un libro” y de allí para arriba una sarta de paradojas, de equívocos y, sobre todo, de irreverencias brillantes convertían a ese acetato en fuente infinita de carcajadas. Esas piezas cien veces oídas siguen haciéndome reír cuarenta años después. Apreciábamos las notabilísimas habilidades musicales de estos hombres, pero fue con la llegada del video que nos percatamos de sus soberbias dotes histriónicas que se destacaban con su minimalismo escénico y esmóquines ultrasobrios. En dos visitas que Les Luthiers hizo a Quito, sendos amigos me ofrecieron regalar entradas al costoso show. Por razones que no recuerdo no pude aceptar tan tentadoras ofertas y tuve que esperar (demasiado) hasta 2005 cuando los vi en el Teatro Gran Rex de la mítica avenida Corrientes de Buenos Aires, donde ocurrió el episodio de la sobre-revolución cardiaca.

Parte de esa actitud palurda que tenemos ante la muerte es creer que los inmortales no abandonan jamás sus cuerpos. Parece que siempre estuvieron allí y que nunca se van a ir. Como nos ayudan a entender el mundo y lo hacen tolerable, nos es difícil imaginar la vida sin ellos. Así me ocurría con Les Luthiers, hasta que la semana pasada me enteré del fallecimiento de Daniel Rabinovich, uno de los miembros más conspicuos de esta conspicua corporación. Sabía que la risa es mortífera y también resulta que ha sido mortal, entonces nos damos cuenta de que solo es posible entre mortales, porque es la única reacción válida ante el absurdo de la muerte. Dios y el diablo no se ríen. (O)