La porfiada realidad ha logrado que los economistas de uno y otro lado se pongan de acuerdo por lo menos en dos puntos. Por un lado, todos consideran que la desaceleración de la economía no es el bache pequeño y pasajero que venía pregonando el Gobierno hasta hace pocas semanas. Por otro lado, ninguno niega que las medidas que deben tomarse para enfrentar esa situación deben tener un alcance mucho mayor que los pequeños acomodos realizados a lo largo de los últimos años. Las discrepancias entre ellos aparecen cuando se trata de definir los contenidos de las medidas. Los más cercanos al Gobierno no quieren oír de austeridad o reducción del gasto público, que es, por el contrario, el planteamiento central de los que se sitúan en la otra orilla.

Si bien es cierto que la dimensión del gasto público es un tema fundamental, el problema no se reduce a este. Una solución centrada exclusivamente en lo que entra y lo que sale de las arcas fiscales sería apenas un paliativo momentáneo y tendría efectos limitados. Aunque parezca un retorno al pasado, concretamente a las dos últimas décadas del siglo XX y a la primera del actual, se hace necesario retomar esa fea palabra que es el ajuste. En aquellas épocas este término se desgastó porque sirvió para empaquetar el conjunto de medidas que conformaban el modelo neoliberal. Prácticamente se convirtió en sinónimo de privatización, desregulación, reducción del aparato estatal, reforma fiscal y flexibilización laboral. En la situación actual serviría para designar también a un conjunto de medidas, pero vinculadas al tan reiterado cambio de la matriz productiva.

Se podría argumentar que el momento no es adecuado para pensar en el cambio de una economía primario-exportadora, agrícola y extractiva, a una basada en el valor agregado y en la tecnología. Sin embargo, nuestra propia experiencia parece indicarnos lo contrario. Cuando hubo bonanza, cuando estaba al alcance de la mano una cantidad de recursos que podían financiar hasta las ilusiones (unos recursos que además se transformaban en votos), no se sentía la necesidad de pasar de la retórica a la realidad. Por ello, se comenzó por el final, con obras faraónicas como el hasta ahora fallido proyecto de Yachay y se impulsaron proyectos hidroeléctricos desvinculados del entramado productivo nacional. El cambio de la estructura productiva era una buena pieza para el discurso porque no existía el imperativo para hacerlo.

Lo que está en crisis no es un aspecto de la economía, es esta en su totalidad. La pueril idea de impulsar el extractivismo para salir de él era un hábil juego de palabras que escondía la incapacidad de entender las enseñanzas de la historia. Todos los países que lo intentaron fracasaron, de manera que no había razones para creer que aquí podría ocurrir algo diferente. Es hacia allá a donde debe apuntar el ajuste, pero la pregunta es si un gobernante como el actual estará dispuesto a hacerlo, si él sabe como el que más que el actual modelo es la cantera ideal para el clientelismo. (O)