Según van las cosas, el último gran dispendio que quedará registrado en nuestra historia será el Campeonato Mundial del Encebollado, grandilocuente denominación con que se bautizó a un encuentro criollo que costó trescientos cuarenta y nueve mil dólares.

Remitiéndome a la pregunta que a lo largo y ancho de sus primeras sabatinas hacía el excelentísimo señor presidente de la República cuando criticaba el derroche de Ivonne Baki en el torneo de Miss Universo, podríamos repetir: ¿Cuántos tomógrafos pudieron haberse comprado con ese dinero?, ¿cuántos mamógrafos?, ¿cuántos centros de salud hubieran podido construirse?

Ahora que la plata escasea, parece que estamos entrando a la etapa del llanto y el crujir de dientes. El Cotopaxi nos tiene con el alma en un hilo y las grandes cantidades de ceniza que vomita cotidianamente están sepultando cultivos y matando de hambre al ganado. El fenómeno de El Niño se acerca, amenazante, para devastar lo que encontrará a su paso.

Eso, que no es poco, se ve magnificado por la caída en picada del precio del petróleo y los tremores con que la economía china pone a temblar al mundo.

Parece que estamos llegando al fin de una época y si sobrevivimos –Cotopaxi mediante– seremos testigos de aquella realidad que vivía el país antes de que la opulencia se convirtiera en polvo y en ceniza.

¿Cuántos hospitales, cuántas escuelas del milenio, cuántos kilómetros de alcantarillado y de tuberías de agua potable podían haberse construido con los mil doscientos millones de dólares que están enterrados en El Aromo, donde iba a ser la refinería del Pacífico? ¿Cuántos? Pero no importaba: éramos tan ricos…

Éramos tan ricos que las obras públicas se otorgaban sin licitación y a un precio que nadie controlaba. La justificación estaba dada por la declaratoria de un estado de emergencia que alcanzaba a casi todo. Teníamos emergencia para gastar la mucha plata que entraba gracias al petróleo y que, según pregonaba el excelentísimo señor presidente de la República, convertía a nuestra economía en un ejemplo para el mundo. Y a él, en un doctor honoris causa múltiple que, con su colección de togas y birretes, estaba llamado a dictar cátedra en todas las ciencias y las artes. Por eso su palabra tenía la fuerza incontrastable de quien se siente poseedor de la verdad absoluta. Y así nos gobernó.

¿Que un avión? Dos, para sus muchos viajes internacionales, siempre con una numerosísima comitiva. ¿Que catorce ministerios? Treinta y cinco, para satisfacer la apetencia de una burocracia de dedos voraces y mentes calenturientas. ¿Que Unasur requiere un edificio? Allá va uno, faraónico, con monumento a un pillastre, incluido. ¿Que las costosísimas sabatinas igual podían hacerse desde Chilibulo que desde Nueva York? Cuatrocientas treinta y nueve, para que su palabra iluminara y sus enemigos recibieran el título de idiotas, entre cánticos revolucionarios, burlas y vituperios.

La lista es extensísima y termina en el Mundial del Encebollado, a un costo de mil dólares por plato, más o menos. Ese regusto a cebolla nos quedará como el último aroma del derroche populista con el que el más grande dilapidador de la riqueza nacional entrará a la historia. (O)