Hace una semana ya tenía listos mis artículos para hoy y para el próximo domingo: un ambiciosillo intento de análisis del discurso del correísmo, dividido en dos partes. Pero al observar esta semana la realidad nacional, decidí que hay cosas más importantes en este momento que analizar las contradicciones e inconsistencias del gobiernismo. Ante la grave crisis que amenaza con desbordarnos, esos escritos resultan inoportunos o irrelevantes. Soy latacungueño, hice mi medicatura rural en 1978 en una comunidad cotopaxense, y constato que la situación de los indígenas, campesinos y los más pobres de mi provincia y de mi país no ha mejorado mucho en 37 años y que ellos ya están sufriendo los primeros efectos de la reactivación del Cotopaxi, porque son los más vulnerables en un país incauto y desprevenido.

Mi bisabuela vivió la erupción de 1877, ella le contó a mi papá y él me contó a mí. Una erupción como aquella causaría pérdidas incuantificables en tres o cuatro provincias y afectaría la economía nacional durante no sé cuántos años. Es lo último que necesita el Ecuador en este momento. Pero no se trata solamente del Cotopaxi. Tenemos, además, la intermitente actividad del Tungurahua, el incipiente fenómeno de El Niño, la recesión vigente, el derrumbe del petróleo, la caída de la bolsa china, su repercusión en toda la economía planetaria y en nuestras exportaciones de rosas, banano y camarón, la parálisis de la industria de la construcción por la pendiente amenaza del impuesto a herencias y plusvalías, la pobreza crónica e irremediable de nuestros indígenas y campesinos y la cadenciosa transformación de Tulcán en una ciudad fantasma.

Es el momento de un armisticio general en esta no declarada, estúpida, palabrera, carísima, innecesaria y casi incruenta guerra civil que sostenemos los ecuatorianos en los últimos años, y que ya produjo algunos muertos el 30 de septiembre de 2010. El que los ecuatorianos seamos un pueblo pacífico y amable es un mito caduco. En realidad somos una cultura agresiva, fratricida y antropófaga, aunque remordida. La situación exige que dejemos de ser un caserío de 16 millones de aldeanos con cacique y todo, y empecemos a comportarnos como un país de a de veras. Para ello propongo –inicialmente– renuncias y declinaciones de lado y lado.

Del lado opositor propongo un retorno al trabajo y una moratoria indefinida de paros, marchas, manifestaciones, violencia, rumores, memes, críticas y análisis. A estas alturas, ya no tiene mérito seguir disecando a un gobierno que se desviste solito cada vez que habla. Lo realmente meritorio sería inventar soluciones y alternativas. Del lado gobernante propongo la liberación inmediata de los manifestantes detenidos, el retiro de los impuestos a herencias y plusvalías, la suspensión de la propaganda y despilfarro, el sostenimiento de la dolarización antibotarate, el archivo de las enmiendas constitucionales o su consulta popular, la renovación (no enroque) del gabinete, la bajada de tono y la renuncia al juego de “hoy no me reelijo, mañana sí”. Entonces veremos si nuestro gobierno y nosotros, los aprendices de ciudadanos, daremos la talla necesaria. En caso contrario, que un gran lahar nos arrastre, porque no mereceríamos esta linda tierra que habitamos. (O)