Carmen Gloria Quintana fue una de las miles de víctimas de las violaciones a los derechos humanos que el Estado chileno perpetrara durante el régimen de Augusto Pinochet entre 1973 y 1990. Pero tiene una particularidad. Con su rostro y sus manos quemadas, Quintana es un ejemplo viviente y doloroso de que estas experiencias no pueden repetirse en nuestro continente. La chilena es una activista que clama justicia y aboga por una sociedad en la que impere la defensa de los derechos humanos, sin relativismos de ningún tipo. La mañana del 8 de julio de 1986, Quintana y el fotógrafo Rodrigo Rojas, con 18 y 21 años respectivamente, formaban parte de un grupo de manifestantes durante una jornada de protesta nacional contra la dictadura. El gobierno quiso desmantelar las protestas usando al Ejército para reprimir a los manifestantes, quienes empezaron a huir en estampida. Durante el intento de escape, los jóvenes quedaron atrapados en un callejón sin salida. Un grupo de militares los interceptó y los comenzó a rociar con combustible sin que Quintana ni Rojas pudieran ver a sus captores.

Los militares prendieron a los jóvenes como antorchas humanas que estuvieron consumiéndose vivas por varios minutos. Cuando el olor a carne chamuscada era insoportable, los soldados procedieron a cubrir a Quintana y a Rojas con mantas, pero solo para conducirlos a las afueras de Santiago y abandonarlos en una zanja. El destino quiso que los quemados fueran rescatados por las personas del sector y llevados de urgencia a un hospital público, donde un equipo médico se hizo cargo de sus cuidados. Las quemaduras de segundo y tercer grado cobraron la vida del fotógrafo y tuvieron a Quintana al borde de la muerte durante varias semanas. Fue el celo y la prolijidad del equipo médico, que integraba Michelle Bachelet, lo que salvó a la joven.

Desde entonces, la vida de Quintana ha sido una pesadilla. Amén del traumático y largo proceso de curación de las quemaduras que cubren el 65% de su cuerpo, la chilena ha sido víctima sistemática de la denegación de justicia y del silencio oficial de lo que se conoce como el “caso quemados”. Cuando el crimen salió a la luz pública, Pinochet comentó que lo ocurrido fue provocado por el estallido de material incendiario que los jóvenes cargaban. Esta versión fue repetida como una verdad por el aparataje del Estado, la justicia y los medios adeptos a la dictadura. Recientes revelaciones de la Agencia de Seguridad americana muestran que el mismo Pinochet ordenó suspender las indagaciones. Fue recién en democracia que el crimen se empezó a investigar, aunque sin muchos avances. En 1991 un tribunal militar determinó que Pedro Fernández, comandante de la patrulla que detuvo a los jóvenes, había sido negligente en el caso de Rojas pero inocente de las quemaduras de Quintana, por lo que fue exonerado de culpa. En 1993 la Corte Suprema chilena condenó a Fernández a 600 días de prisión por el hecho y en 2001 el Estado chileno indemnizó a la sobreviviente con 500 mil dólares.

El sentido de justicia y reparación que ha buscado Quintana ha ido más allá de los resultados de los juicios. Tiene que ver con esclarecer los hechos y encontrar la verdad. El “pacto de silencio” entre los implicados directos, aupado por el Ejército como una práctica institucionalizada, ha impedido avanzar en este y varios casos para desentrañar a los culpables de las torturas y asesinatos cometidos en dictadura. No obstante, la historia de Quintana tuvo un giro inusitado en julio cuando el exconscripto Fernando Guzmán decidió contar en detalle cómo los captores quemaron vivas a las víctimas. Por esta razón, el juez Mario Carroza, encargado del juicio, dictó orden de detención contra siete militares vinculados con el “caso quemados”. El careo proveerá más luces para determinar la verdad de los eventos y probablemente gatille un proceso de delaciones para este y otros casos.

La de Carmen Gloria Quintana es una historia de injusticia que ha durado 29 años. Da cuenta del sistemático mutismo de las personas y las instituciones que estuvieron a cargo de acallar las voces de disenso en el oscuro periodo en que los órganos de represión chilenos tenían impunidad para asesinar, torturar, amedrentar o desaparecer a los opositores de la dictadura. El “caso quemados” ha sido, literal y figurativamente hablando, una herida expuesta de los atropellos a los derechos humanos en la región. La justicia y la sanación de estas heridas en Latinoamérica solo se conseguirán cuando los derechos humanos sean el valor y el lenguaje central de todos sus ciudadanos e instituciones. (O)

El “pacto de silencio” entre los implicados directos, aupado por el Ejército como una práctica institucionalizada, ha impedido avanzar en este y varios casos para desentrañar a los culpables de las torturas y asesinatos cometidos en dictadura.