Una de las críticas recurrentes antes de que asumieran los gobiernos de izquierda era el nivel de corrupción e insensibilidad de varios mandatarios anteriores que lograron hacerles la cama a los que vinieron a sustituirlos. Hoy la realidad es otra y pocos países como Brasil lo demuestran de manera más que elocuente. La fragilidad del gobierno de Dilma amenaza con acabar los sueños de un país convencido de ingresar a la élite mundial. Hoy el debate es cuánto durará la agonía y a cuántos llevará al despeñadero. Lula es hoy el símbolo del desencanto y la corrupción. Sobrevivió de manera injusta el mensaje: un escándalo de corrupción del que se salvó solo porque había involucrado a demasiados. Con Petrobras la historia es distinta y lleva la marca del PT en cada paso. El tamaño, creen, podría alcanzar 10 mil millones de dólares y sus efectos, inconmensurables.

No alcanza hoy la retórica populista y menos los enemigos externos. El problema está muy adentro y permite sacar la conclusión de que el problema era solo de oportunidad para robar y corromperse. La prisión de José Dirceu es una metáfora de ese Brasil de principios que naufraga ante la primera oportunidad de delinquir.

Una economía maltrecha por los grandes errores de gestión y robo hace emerger la basura de una administración que creyó tontamente que era posible sostener un gobierno con bellos discursos pero corrupta gestión. Brasil con casi 200 millones de habitantes y casi 60 mil crímenes anuales es la síntesis de los peores fracasos.

Seguir con el desgaste a Dilma le puede afectar mucho que el bochorno del impeachment en puertas. Seguir con esto es provocar aún más la ira de la gente.

Es tiempo de autocrítica, cosa nada fácil para gobiernos que hicieron de la soberbia y el resentimiento la marca de su gestión. Una muestra de falibilidad y de error puede que provoque algo de indulgencia popular. Lo contrario puede llevarnos a repetir el círculo vicioso de una América Latina que no termina de aprender de los errores de los extremos y la sabiduría del centro.

El haber establecido un recurso de confrontación permanente en contra del adversario político de ocasión les sacó a estos gobiernos toda capacidad autocrítica construyendo una retórica de confrontación que hoy demuestra su futilidad. Definir la corrupción como característica única del otro impidió entender su naturaleza y estimularla para adentro después. Mientras se endilgaba al otro todo, los miembros del gobierno se fagocitaban todo lo que podían. La fiesta ha tocado a su fin y el nuevo ciclo no soporta los viejos trucos de una magia obsoleta. Lo único concreto es que han destruido las instituciones que son únicas capaces de enfrentar este tipo de crisis. Se iniciarán las luchas y purgas internas para distraer lo que acontece en el interior, pero no acallará el malestar.

Lo sensato será convocar a los sectores sociales y políticos a un diálogo no exento de autocrítica, en especial del gobierno. Sin eso no habrá avance y lo poco que se logró en los tiempos de la abundancia también se malogrará.

Es difícil pedir madurez rápida a gobiernos adolescentes, pero no queda otra. El sector popular vivió una falsa ilusión de clase media con 200 dólares mensuales y que ahora están dispuestos a todo por mantener la ilusión. Ya en Brasil les prohíben el ingreso a los centros comerciales y no toleran que les incrementen 20 centavos al precio del pasaje en autobús.

Con una corrupción rampante y caída de precios de los commodities, las calles y rutas serán el escenario de la confrontación social y política.

Queda poco tiempo para Brasil y para varios gobiernos de igual sesgo que abusaron de la confianza popular y que hoy son incapaces de reconocer por lo menos sus errores. (O)